UNA REVOLUCIÓN CULTURAL (SEXTA)
Jorge Eduardo Aragón Campos
jaragonc@gmail.com
A cuarenta años de distancia, los navolatenses no se han emancipado de nosotros: se siguen portando igual. Si ellos lo han perdido todo, porque todo lo entregaron sin presentar batalla, es por el ejemplo cercano que tienen en los culichis. Si vamos a tomar como cierta la afirmación de que Sinaloa es su gente, entonces los sinaloenses nunca hemos destacado en nada, primeramente porque nunca nos ponemos de acuerdo sobre nada: cada quien tiene la firme idea de que a sus convicciones personales están subordinadas las de la generalidad.
La noche del 31 de diciembre del año 1975, la capital del estado vivió su primer festival armado de media noche; aquello sí que fue una sorpresa, al punto de que cuando regresamos de vacaciones el tema seguía hirviendo, pues no había una, sino muchas voces que anticipaban un virtual estado de sitio no sólo en la capital sino en todo Sinaloa: para aquel momento, el hecho era un sacrilegio mayor al de los rupestres tomando el capitolio gringo, eran los tiempos donde si el presidente preguntaba “qué horas son”, se le respondía “las que usted diga, señor presidente”. Se trataba de un desafío similar o mayor a los de Lucio Cabañas y los de Genaro Vázquez (dos legendarios guerrilleros guerrerenses) y nadie tuvo la menor duda de que aquello no se quedaría así.
Pero sí se quedó así. A la distancia y a la luz de los hechos, ahora entiendo que no fue un desafío: era festejo.
Por cierto, una pequeña acotación: la segunda enmienda estadounidense reza que el pueblo tiene la obligación de deponer a un mal gobierno, de ahí que el ciudadano común tiene la libertad para comprar y poseer armamento. En sentido contrario, los gobiernos de los revolucionarios que destronaron a Porfirio Díaz aprendieron la lección y quitaron la escalera: aquí en México desde entonces están prohibidísimas las armas. Son dos caminos diametralmente opuestos que 50 años después coinciden en un mismo punto. Esto lo vamos a retomar más adelantito.
Por más de una razón, 1975 es un buen año para tomarlo como referencia para comparar al Culiacán y al Sinaloa de entonces contra los de hoy. A mí me queda perfecto porque toda mi vida he sido un Forrest Gump de petatiux: siempre estuve en el momento y en el lugar correctos, salvo lo que lleva esto de la pinche pandemia que ya me tiene hasta su ¡puta madre! Perdón por mi francés y mi temperamento explosivo, pero soy pata de perro… de perro chafa: yo con que me saquen a la banqueta tengo, pero acá donde estoy la más cercana me queda a 5 kilómetros. Ha sido mucho tiempo perdido, es un lujo que no puedo darme cuando este año ya cumplo 65. Sí… 65 ¡Nombre! ¡Qué más quisiera yo! ¡Claro que es en serio! ¡Naaaah! ¡No me los estoy aumentando! ¡Sí… seguramente para hacerme el interesante! ¡Lo único que me faltaba! Yo lo mencioné porque ese año completaba 19 de edad, y ya portaba un bagaje de experiencias privilegiadas que me permitieron observar ciertos detalles que todavía hoy me sirven para compartírselos, uno de ellos es que como institución, gobierno del estado estaba en pleno auge y lo dejaría registrado al estilo de los faraones: con la nueva unidad estatal administrativa y el edificio de DIFOCUR. Por otro lado, la UAS pasaba por su propia edad media y faltaban unos pocos años para que le pusieran competencia en la banqueta de enfrente. Como se habrán dado cuenta, ahí están dos historias paralelas a las que vale la pena asomarnos. De hecho ya empezamos. Le seguimos en la próxima.