Mala Pieza en el Telar

Marcelino Perelló

Matemático

Excélsior, martes 18 de diciembre del 2012

Guns don’t kill people. People kills people.*

Graffiti anónimo en una barda de Filadelfia, 1979.

 

Usted ya lo sabe, horrorizado o refractario lector. Está harto de saberlo. El pasado viernes un joven de 20 años mató a tiros a su madre, en principio maestra de escuela en la pequeña ciudad de Newtown, en el pequeño estado gringo de Connecticut, muy cerquita de Springfield, la población en la que habitan los Simpson, el jefe de policía Gorgory, la maestra Edna, el director Skinner, el puritano vecino Flanders, el siniestro payaso Krosty y el no menos atemorizante pupilo Nelson.

 

Después de haber asesinado en la casa a su progenitora, Adam Lanza, de conducta y apariencia tímidas y apacibles, se dirigió al colegio Sandy Hook, en el que trabajaba la occisa y ahí utilizó el fusil y las dos pistolas que llevaba consigo para matar a 20 niños y seis adultos más, después de lo cual se voló la tapa de los sesos él mismo.

 

Hasta ahí los hechos. Ese hecho. O mejor, siguiendo la enseñanza de Jacques Lacan, digamos “acto” en lugar de “hecho”. Adam “pasó al acto”, pavoroso acto. No es la primera vez que ocurre algo así en Estados Unidos, y en particular en escuelas de Estados Unidos. No es la primera ni la segunda ni la décima vez. Probablemente no es ni siquiera la centésima. Hacer un inventario sería ocioso y quizás imposible. Le recuerdo únicamente el caso que Michael Moore hizo célebre en su película Bowling for Columbine, que aquí se llamó Masacre en Columbine.

 

Si la magnitud y la trascendencia de los acontecimientos se establecen de manera cuantitativa, como acostumbran hacer los medios (a menos que haya alguna “personalidad” involucrada), la proeza de Lanza bate todos los récords, y más que invitar, obliga a pensar lo sucedido, lo que está sucediendo y lo que está por suceder en casa de nuestro gigantesco vecino de septentrión.

 

Es cierto que matanzas similares o incluso peores han ocurrido también en otras partes del mundo. Ahora recuerdo, obviamente, la que tuvo lugar hace unos meses en la isla noruega de Utøya, que se saldó con más de 70 muertes (por una vez perdieron los gringos, pero en su descargo reconozcamos que la carnicería noruega no tuvo lugar en un centro de enseñanza propiamente dicho).

 

No obstante, los casos abroad, fuera de las fronteras gringas, son contados y constituyen singularidades. Para que se dé usted un quemón le reproduzco la pertinente estadística que me hace llegar, con esta ocasión, la señora Flores Campo de Flores, como se apellida rigurosamente la querida y lejana Rebecca (y vive Dios que hace honor a tal patronímico), las que siguen son las cifras de muertes producidas por disparos de arma de fuego en algunos países del Primer Mundo:

 

La agencia independiente Occupy Mainstream Media informa que el total de fallecimientos debidos a la pólvora durante 2001, sería de: 48 en Japón, ocho en Gran Bretaña, 34 en Suiza, 52 en Canadá, 58 en Israel, 21 en Suecia y 42 en Alemania. En Estados Unidos, 10 mil 728. En efecto, algo está pasando en la frontera izquierda del Bravo. Algo que no puede ni debe ser pasado por alto, no sólo por los ciudadanos pensantes de ese país, sino por los de todo el mundo.

 

Por ser Estados Unidos lo que son, algunas de las cosas que ahí ocurren tienen trascendencia planetaria, se difunden y extienden como las ondas sobre la superficie de un lago cuando le es arrojada una piedra. Y la piedra que esta “particularidad” arroja no es un guijarro cualquiera. Es una auténtica roca. Riesgo de tsunami.

 

Es verdad que en nuestro país, orgullosamente no vamos demasiado a la zaga de los yanquis, pero no olvidemos que insistimos en pertenecer a esa entelequia llamada Tercer Mundo, y que la violencia aquí es en buena parte consecuencia, con la complicidad de capitostes locales, cierto, de la dinámica gabacha. Las ondas del lago nos llegan a nosotros en primer lugar, sin amortiguamiento.

 

Uno de los factores que coadyuvan a tal escalofriante baño de sangre es sin duda la legislación federal y las estatales, que en aquel país autorizan el comercio público y libre de prácticamente cualquier tipo de armas y municiones. La NRA, National Rifle Association, presidida años ha por el inefable Charlton Heston, que defiende a ultranza el derecho de los ciudadanos, y obviamente de facto, de los que no lo son, menores o indocumentados, a adquirir los instrumentos de muerte que se les antojen, cuenta con cientos de miles de afiliados y muchos millones de simpatizantes, todos ellos asesinos potenciales, en sus fantasías o en la realidad.

 

Apuntemos que las leyes de nuestro país, inspiradas en buena medida en las de aquél, establecen una permisividad semejante, en nombre de la “libertad”, pero que aquí de hecho se ha ido estrechando y soterrando. Recuerdo que en mi juventud, antes del 68, sí existían armerías públicas y legales, varias de ellas en las calles de Tacuba o Donceles, ya no me acuerdo bien. Allá, en los cuatrienios de Bill Clinton también se intentó restringir el mortífero comercio, pero Bush El Pequeño, el gran hijo de puta, lo reactivó.

 

Aunque los tiros —nunca mejor dicho— no van por ahí. Tal como el propio Michael Moore denuncia y exhibe, en el otro vecino de los “bollillos”, Canadá, la liberalidad respecto a la compra de armas de fuego es similar y, en cambio, los niveles de violencia son incomparablemente menores. Tal como enuncia el lapidario epígrafe de estas líneas el verdadero problema no está en las armas, sino en las ganas de tenerlas. Y en las ganas de usarlas. Podrán prohibir el uso de la pólvora, ¿pero cómo le harán para terminar con esas ganas? Me temo que las medidas restrictivas del tráfico de herramientas homicidas no hará sino estimular esas ganas.

 

He ahí el quid. En Estados Unidos se ha erigido un verdadero culto a los balazos. En el interior, y en el exterior. Es un verdadero mito fundador, desde la conquista del oeste hasta las guerras e invasiones que han protagonizado en el mundo, pasando por los gánsteres célebres, y los outlaws y sheriffs legendarios. Al final vienen a ser lo mismo y ambos son erigidos al nivel de paladines.

 

El gran trastorno es el papel que ocupa en su modelo civilizatorio la pulsión de muerte. Al contrario de lo que acontece en otras culturas, ahí tal pulsión no es reprimida ni sublimada. El auténtico derecho que se reivindica no es tanto el de hacerse de armas, sino el derecho de matar. Frente a él, las leyes no son sino un nimio inconveniente. Si el Estado, el paradigma institucional, mata, con pentotal o con bombas “inteligentes”, o de mil otras maneras, ¿por qué no habría de hacerlo yo? Finalmente pasarse años en la cárcel o incluso ser ejecutado, no es tan malo, y como decía Eugenio Sué, algo tiene de heroico. No deja de ser una medalla, una manera de inscribirse en la historia, en el American way.

 

El gran pensador gringo de origen alemán, Kurt Vonnegut, reciente y lamentablemente desaparecido, desarma e ilumina toda esta tenebrosa mecánica.

 

Pensando el recurrente odio alienado yanqui, socavando implacable unas sabiondas tesis esencialmente delirantes, Vonnegut encuentra razones obscuras normalmente inculcadas con alevosía, quizás únicamente inteligibles sólo inspirándose en rituales atávicos…

 

El problema no es Adam, es el conjunto de valores desquiciados que comparte y que lo arropan. Como todo trastorno síquico, el mal procede de la infancia. Y en su propia historia arraiga la sicosis yanqui. Mala pieza en el telar.

 

* Las armas no matan a la gente, la gente mata gente.

 

bruixa@prodigy.net.mx

Entre la zanahoria y el nabo

Marcelino Perelló

 

Excélsior, martes 06 de noviembre del 2012

 

No es aconsejable hablar de las cosas antes de que sucedan. Menos aún hacerlo mientras están sucediendo. Es arriesgado e imprudente jugarle al pitoniso. Tanto si lo es uno como si no. Si el desenlace es obvio, entonces pa’qué. Y si no lo es, la probabilidad de quedar mal y de hacer el ridículo es grande.

 

Eso precisamente sufrió el ínclito e inminente ex presidente de México hace cuatro años cuando manifestó sus simpatías por el candidato republicano John McCain. Por lo visto le echó la sal. Pobre Calderón, hasta bien me cae, me cae.

A pesar del thin ice, el mismo tema me propongo abordar hoy yo. Cuatro años después, sin McCain ni Calderón, pero con Memín Pingüín en el mismo rol. Intentaré ser más prudente, sin dejar, por ello, de pronosticar un vencedor. Soy presa fácil del placer del riesgo. A menudo pierdo, pero a veces el albur me sale de poca madre.

 

Va a ganar Obama. A güevo. A pesar de que las más confiables de las últimas encuestas permitidas dan un resultado de empate, no técnico sino estricto. La del Washington Post de anteayer daba sendos 48 por ciento. Pero creo que fue únicamente para garantizar tensión a la trama y la atención del respetable.

 

Va a ganar Obama porque más de 80% de los presidentes que se han postulado para la reelección la han ganado. El último en perderla fue Jimmy Carter en 1980 frente a Ronald Reagan. Hasta Bill Clinton se reeligió, a pesar de las mamadas a las que fue sometido. Y dada la penuria económica, de predepresión y prerrecesión, por las que atraviesa el mundo y de las que no escapa el país más poderoso dela Tierra, la consigna obligatoria es “no hagan olas”.

 

Eso no quiere decir que Romney no goce de una cierta popularidad, de una popularidad cierta. Ha jugado con el nacionalismo exacerbado de los WASP (White-Anglo-Saxon-Protestant) que siguen considerando que los negros, amarillos, cafecitos y llegados de fuera (después de ellos, claro) no son gringos.

 

Y que no acaban de digerir que su blessed America sea gobernada por un negro.

(Según ellos los mulatos son negros. Basta una sola gota de sangre negra para ser considerado negro. Pero ni infinitas gotas de sangre blanca, si no lo son todas, le permitirán a uno ser blanco. Lo cual, dicho sea de paso, demuestra de manera lapidaria la superioridad de la raza negra).

 

Los WASP (que si no es acrónimo quiere decir “avispa”) son muchos. Pero cada vez representan menor proporción poblacional. Ni cogen ni se reproducen como conejos, católicos u orientales. A pesar de haber perdido terreno y peso específico, mantienen la hegemonía económica, social y cultural de la dinámica estadunidense. Y generan en torno suyo un ámbito de influencia considerable. A la manera, digamos, de la celebérrima, poderosísima y perenne familia Vanderbilt, que por muy holandés que sea su origen, sigue siendo el paradigma de la gringuicidad.

 

No le hace que hoy por hoy la mayoría de los deportistas de élite, en el americano, en el beis y en el básquet en primer lugar, sean de color. Por millones y millones que ganen no vienen a ser sino bufones, comediantes que entretienen. Negros sobre la grama y güeros en las tribunas. También son “afroamericanos” la mayoría de los intérpretes musicales. Los actores no, obvio. Y tampoco los jugadores de hockey. El hielo no se lleva bien con ellos, igualmente obvio. Y por lo visto, aunque menos obvio, tampoco el agua, pues hay muy pocos nadadores negros de élite.

 

Total, que la presencia creciente del color negro en la escala cromática de los medios no es determinante aunque no deje dormir tranquilos a los descendientes de los pasajeros del Mayflower, que se quieren ver como guardianes del fuego sagrado; simbólica o realmente la nobleza pudiente de un país sin nobles. De manera que la carta fuerte de Mitt es presentar a los seguidores de su contrincante como antipatrióticos; más aún, como antipatriotas. Disolventes del “espíritu nacional”, de la American way.

 

En los mítines de la campaña electoral republicana, más que consignas, eslóganes e incluso más que retratos del propio candidato, proliferan, pero mucho, las banderas gringas. La gran mayoría igualitas, pequeñas y de buena calidad. Lo que prueba que no fueron traídas espontáneamente por los asistentes, sino expresamente confeccionadas por cientos de miles sino por millones, y convenientemente repartidas a los presentes. Una por cabeza. Ni banderita sin cabeza ni cabecita sin bandera. Aquello “barrea” y “estrellea”. Los discursos sobran, están de adorno. El flamear de la multitud de enseñas habla por sí solo.

 

El Presidente “liberal” hizo múltiples y decepcionantes concesiones a los poderes fácticos conservadores. (A pesar de sus enfáticos compromisos, Guantánamo y su horror siguen ahí, y se convierten en el símbolo infamante de su falsía desleal y pusilánime. Es la letra escarlata, estigma vergonzante e indeleble marcado al fuego sobre la mejilla de su primer cuatrienio).

 

Independientemente de esa y de otras renuncias menos llamativas pero más graves, Barack Obama sigue siendo visto por los sectores más retrógrados como un “accidente” excepcional y corregible de la democracia cuáquera.

 

A su favor juegan los documentos, manifiestos y legislaciones extemporáneas que no han sido ni podían ser corregidos y que no han seguido el paso, se quedaron  anclados en el tiempo del racismo y el “fascismo democrático”, como lo he llamado yo, de la mitad del siglo pasado, y que constituyen verdaderos “amparos” contra cualquier intento renovador.

 

Romney es mormón (hay de mormones a mormones) y se ve a sí mismo como uno de los santos de los últimos días. Presenta a un Obama portador de la herejía, de la apostasía patógena que amenaza con carcomer los cimientos mismos de la estructura ideológica que sostiene al modelo social gringo, como él y sus vindicativos seguidores pretenden ver ese modelo.

 

Para Obama Romney logra alentar vicios introducidos desde añejos bastiones en las leyes anacrónicas, jugando un nefasto teatro obscureciendo a Vanderbilt incluso como aristócrata.

 

Lo realmente curioso y que dota de un cierto interés el proceso que se desarrolla hoy martes en la margen izquierda del Bravo, es el hecho de que entre los “estados columpio”, que tradicionalmente inclinan la balanza en un sentido u otro, la mayoría se encuentra en el noreste, al oriente de Iowa, dos de ellos en los alrededores de Nueva Inglaterra, tradicional bastión demócrata. Pero aun así, ¡aguas!, Romney fue gobernador nada menos que de Massachusetts (¡!).

 

En fin, alea jacta est. Aunque el alea en juego sea de poca monta. En la democracia gringa, como (casi) siempre en todas las democracias, los ciudadanos podrán elegir entre la zanahoria y el nabo. Que el Dios de los cuáqueros los guarde e ilumine.

 bruixa@prodigy.net.mx