Memorias del Vergel: Un lugar que ni la revolución pudo  cambiar

…nuestras  chozas y jacales, siempre llenos de tristeza, viviendo como animales en medio de la riqueza.

Corrido del agrarista

Víctor Javier Pérez Montes

Derribado estaba el viejo Sauce que servía como referencia desde la carretera que obligaba a desviarse a la izquierda, apenas un anuncio oxidado con letras tenues hacía mención del poblado a llegar, el poblado del Vergel. Era la primera vez que regresaba, ya habían pasado bastantes años, un poco de nervios, un poco de nostalgia, un poco o mucho de miedo sentía que corría en mi cuerpo, las memorias iniciaban el retorno a mi mente, algunas buenas, algunas malas, pero se iniciaba la resurrección de los muertos que ya habían partido, mis memorias iniciaban ese proceso.

La carretera había cambiado, quizá un poco, quizá nada,  sólo que ahora era chapopote y con líneas blancas. La antigua tranvía o trenecito que había mandado poner el general Cañedo ya era historia. Me había contado mi abuelo que él mismo había trabajado en el tendido del ferrocarril o mejor dicho en el “riel de la burra”, así le decían al trenecito con dos vagones para gente, sin mencionar de los cochis, las gallinas y hasta los burros que subían con rumbo a la bahía de Altata.

La vía ya no era de fierro, ahora era negra y blanca, la “Burra” se había convertido en la “guajolotera”, y así le llamaban porque Cuco Guzmán, un viejo  panzón vecino del lugar, oriundo de Lagos, por allá en Jalisco, decía que en su pueblo había un camioncito igualito, nomás que como allá la gente criaba mas guajolotes que gallinas, pos por eso le llamaban la “guajolotera”, y así se le quedó. Los  pedazos de fierro quedaron de lado de la angosta carretera de dos carriles, como testigos fieles del cambio que los años habían hecho en esos rumbos sinaloenses.

Pero de pronto el tiempo se detuvo, es más, me atrevo a decir que regresó. Apenas me bajé del camión y mis recuerdos resucitaron como viejas ánimas que salían del panteón de mi mente. Hasta aquellos recuerdos que ya no tenía en la mente de manera fresca, según yo los tenía totalmente olvidados, mejor dicho aquellos que no quería recordar.

Mi padre siempre solía decir en sus platicas de borracho con sus amigos: “este pinche pueblo tiene una maldición, te jala como las ánimas que te jalan las patas, por que por más que haces el intento de no volver a este pueblo,    siempre hay algo que te hace regresar…”. Y así era la frase profética de mi padre, había algo que me hacía regresar.

Era una mañana fría de enero en 1943, una maleta vieja de cuero color marrón en mi mano, la chaqueta negra estilo aviador en mi hombro, a pesar de que el aire era frío y pegaba directo en mi cara resecando mis labios, en mi mente se repetía la frase a manera de sermón dominical “En Fort Collins cae nieve y nunca te quejaste”, las palabras de mi padre se cumplían, regresaba de mi largo exilio en el otro lado. Como todos los chamacos de mi rancho, nomás juntaban uno cuantos pesos y se iban para el paso del norte, lo que ahora se conoce como Ciudad Juárez, de ahí se iban para Nuevo México, decían que siempre te contrataban en Alburquerque, pero mentiras, solo te quería para ser casi un esclavo, por eso cuando tuve la oportunidad me fui mas al norte casi en la frontera de Colorado y Wyoming, bueno, es ahí donde me alcanzó el dinero, en Fort Collins.

Mi amigo de toda la vida, el güero Chevo Cota, me había animado y hasta Denver había parado, trabajó 5 años en un criadero de caballos para un Derby, algo así, lo que en el rancho le decíamos un taste de carreras, pero él se había enfadado y juntó unos dólares, se regresó y puso un criadero de cochis, y bueno, no se quejaba. Algunos días antes de regresarme, Mr Wells, Benjamin Wells, el dueño del aserradero en donde trabajaba me había comentado: “ don´t go to Mexico, no irse a México, aquí comer bien, tu ser buen trabajador, the goverment is going to support for the war, we need more people like you…”, lo cierto es que no me quedé, el terruño me llamó.

El camino al poblado era el mismo, lleno de tierra suelta y piedras de río, en él se veían las huellas de caballos o burros del lugar, las ruedas de algunas carretas hacían un zurco que a lo lejos perdía la continuidad por lo suelta de la tierra. El único cambio que notaba de manera significativa era un anuncio de “Coca-Cola”, tenía algunas manchas de óxido, al parecer la vieja tienda de “Fermín el Vasco” se incorporaba a la modernidad de los tiempos, los pocos sauces y algunos tamarindos se mecían de manera serena, como si de alguna manera, marcaran el tiempo que parecía no pasar por ese lugar.  

De repente, ahí estaba la vieja casa de adobe y techo de palma, semidestruida, la puerta de palo tenía carcomida los bordes, parecía un testigo mudo de sucesos que habían marcado mi existencia. Esa puerta era una especie de representación física de todo aquello que había olvidado y que de pronto volvían a mi mente, las imágenes claras de los años de la revolución, bueno, así es como le llaman los políticos a la rapiña, los asesinatos, las violaciones y los abusos de autoridad que pueblos como el Vergel habían sufrido por tal acontecimiento. En el rancho le llamábamos la “Bola”

… la “Bola”  caía sobre los pueblos, algunos llegaban y tomaban lo que podían, ya fueran gallinas, vacas, maíz, frijol, pulque y por supuesto los cochis más gordos de los ranchos cercanos al pueblo en el que vivíamos,  El Vergel; es más, algunos mejor se quedaban en el pueblo como el indio Odilón, un indio mayo que algunos decían era Yaqui, pero que, en fin, terminó por quedarse y fundar la zona “de diversión y vicio” que a los años se volvió una pulquería, disfrazada de billar, para congregar a los hombres del pueblo después de sus faenas del campo.

A los años, este indio se juntó con la Macaria, una prostituta que nunca se supo de dónde vino, pero que después sería la “Madam” del pueblo y dueña del burdel mas importante de la región, obviamente entre Odilón y la Macaria se conformaría una especie de “mafia” de vicio y diversión en el Vergel, obteniendo como resultado importantes ganancias que se dejarían ver a los años con la adquisición de un automóvil (el primero en ser visto en el pueblo), todo gracias a los esfuerzos realizados en el seno del burdel disfrazado de billar llamado “La Cuicha”, redefinido por mi abuela como “un  nido de borrachos y pajuelas”.

Las chamacas del pueblo no serían la excepción de ser tomadas por los de la Bola, recuerdo que a mi prima la Juliana la teníamos que esconder con los burros y las gallinas o a veces en lo mas lejano de la parcela  ¡Y pos como no! Estaba bien desarrollada la chamaca y apenas tenía 14 años, aparte que era huérfana la pobre, ya que  a su único hermano se lo habían llevado para Guaymas desde Altata en un barco, que unos villistas habían capturado, pero andando entre la bola y sin gobierno, al chamaco lo mandaron matar por robarle a un maestro el saco y los zapatos,  y pues, como eran gringos, tenía que pagarlos bien caro, todo esto ocurrido en un poblado cercano a Empalme, por allá por Sonora. A los meses de haber ocurrido el infortunio nos dijeron, recuerdo a la Juliana, nomás se le llenaron los ojitos claros de lágrimas, y pues como no, se había quedado solita, lo bueno que mis abuelos siempre tuvieron un lugarcito para ella en la casa.

 Por acá en el rumbo, llegaron algunos obregonistas, gonzalistas, villistas y hasta los buenos de la Bola, los carrancistas… todos eran unos hijos de la chingada, pinches asesinos y violadores…unos bandidos con nombre de revolucionarios. Recuerdo muy bien la noche que llegaron al rancho, eran unos quince, todos borrachos, algunos arrasaron con lo que podían, es más, hasta la ropa y las mulas de mi tata se llevaron.

Recuerdo muy bien esa noche en especial, venía de moler el nixtamal con doña Eufrosina, comadre de mi abuela, traía el morral lleno de masa, mi padre y mi tata Macario estaban discutiendo con uno de los líderes de la tropa, mi tío arrempujó a ese señor y sin mas que más, este le tiro 3 plomazos a mi padre,  a mi tata lo agarraron a cachazos y le dieron 2 balazos, el alegato era porque querían obligar a mi tío a irse con ellos y la verdad fue que se lo llevaron, pero ¡entre las patas! Por suerte mis hermanas se fueron para la parcela y no las pudieron encontrar estos  “revolucionarios”, si no las hubieran deshonrado como marranos en celo.

Sólo recuerdo el charco de sangre que dejaron los dos cuerpos tirados en la entrada de la casa, este hombre ordenó a sus hombres que registraran el interior, si había algo de valor lo tomaban, si no, se desquitaban con las mujeres, yo tenía unos once años, aún recuerdo como caían al suelo mi padre y mi tata y como mi nanita los lloraba. Durante mucho tiempo me asaltaron aquellos gritos de desesperación de mi nanita, también el recuerdo de la forma como los llevamos a enterrar y el olor a cera quemada y los rezos, que me ponían en un tipo de trance del que hasta hoy sigo sin poderme liberar.

Pasó la ventolera revolucionaria, pasaron los años y las demandas de la Revolución nunca llegaron, venían los sonorenses y sus allegados y pues nomás no se veía el progreso. Se echaron a Obregón y se quedó con el hueso el jefe máximo de la Revolución, el general Plutarco Elías Calles, quien, como decía el maestrito de la escuela rural del rancho la Colorada, “era la misma gata, corriente y apestosa, pero nomás con otro pelaje”, fuimos como  decían los del PNR,  “la carne de cañón, la cargada de búfalos, la gasolina del carro revolucionario”. Todas las tierras que el “tata Cárdenas” y el “buchón” de Ávila Camacho entregaron en el pueblo, eran marismas que de lo saladas no permitían producir ni mangles. Las tierras que se encontraban en el valle y rendían con buenos cultivos, por tener a la vera los canales o drenes para riego, eran dadas a los amigos de los políticos, curiosamente algunos extranjeros como chinos, alemanes y algunos griegos.

De pronto, alguien gritó mi nombre ¡Martín! Fue como salir del trance en el que mi mente había entrado, entre recuerdos que reaparecían y las viejas imágenes deshaciéndose en la memoria: estaba yo ahí, parado frente a la puerta donde mi abuelo y mi padre habían sido muertos. No era como recordar tragedias, era como vivir lo pasado; era el único asistente, un solitario testigo en la exhumación de las memorias del Vergel.