Entre calamidad y calambres: Crónica de un matrimonium rigor mortis.

Víctor J. Pérez Montes

El sol desata una batalla entre tú y yo…

Vilma Palma e Vampiros

¡Pero, ahí estás!, ¡Dale y dale!, ¡Y otra vez!, ¡Pero, te encanta hacerme pensar!, y yo que pienso, y pienso, y lo peor, ¡Es que me das mucho que pensar!, ¡Eres una disoluta!, ¡Cusca caliente!

Aquel conjunto de frases ácidas, eran la melodía que retumbaban en aquel semi-obscuro cuarto, una vieja recamara que fungía como una especie de museo de la memoria, que mostraba bellos recuerdos ya extintos y que dolorosamente hacía recordar mejores épocas que la actual.

Ese hombre regordete, con grandes anteojos, casi totalmente calvo, con más aspecto de ropavejero, que de médico retirado, miraba fijamente a su esposa casi desnuda, que parecía estar sometida en uno de esos sueños placenteros –más bien eróticos- y cuyo antagonista –por supuesto- no era su esposo.

El lento y torpe andar de nuestro protagonista –cuyo nombre me reservo, pero para efectos de este cuento, lo haré nombrar Rómulo- se hacía más dramático, especialmente cuando trataba de desplazarse de cuarto a cuarto en la vieja casona de uno de los barrios antiguos que componen  el Centro de la ciudad.

El antiguo bastón de cedro con mango de plata, además de ser su soporte para caminar; era también un mudo testigo de la decadencia  tanto física, mental y emocional del retirado Doctor Rómulo Herrasti.

En el ala sur de la vieja casona, Rómulo tenía un estudio que –alguna vez- sirvió como consultorio, el cual poseía una pared repleta de todos los reconocimientos y estudios que alguna vez dieron tanta fama y prestigio a nuestro ilustre galeno en pleno retiro.

El doctor Herrasti lo tuvo todo: Dinero, fama, una bella esposa y cuatro hijos que eran su adoración; pero, dicen que “Dios perdona, pero el tiempo no”, y el tiempo se encargó de hacer las suyas con la vida de nuestro ex eminente galeno y de su bella esposa. Por supuesto, que “Cronos” pasó e hizo de sus vidas una especia de miseria viviente. Sus hijos crecieron y salieron de sus vidas –o mejor dicho, no quisieron ser parte de la vida de ellos-.

Un trágico accidente automovilístico limitó el físico de Rómulo, y los recursos y ahorros de años se esfumaron al tratar de rehabilitar la cadera hecha añicos en aquel despiadado golpe de la vida. Su esposa, que durante años había permanecido fiel y atenta a los cuidados de su marido, con el tiempo se convirtió en víctima  de las injurias, maltratos, vejaciones e insultos que su marido propinaba cada vez que se le ocurría o imaginaba lo peor de ella.

Emma –era el nombre de la esposa- nunca había tratado de responder, es más, jamás quiso hacerlo. Sin embargo, los años y los malos tratos fueron haciendo que, cada vez, ella empezara a tratar de dar un giro inesperado a su vida. La rutina y la enfermiza relación  con su marido, habían hecho de Emma una mujer con hambre de cariño y de nuevas formas de amar.

Diez años menor que su esposo, Emma no se negaba a sí misma la posibilidad de sentir, otra vez, eso que alguna vez llamaría pasión. Sentir que de nuevo la sangre corría por todo su cuerpo, era uno de sus más anhelados deseos. Sin embargo, la posibilidad de amar y ser amada no la veía como una posibilidad lejana, más bien, como una oportunidad para vivir otra vez.

Los días transcurrían y la despiadada monotonía cotidiana, marcaba de manera clara sus huellas y acentuaba más el desencanto del uno por el otro. No había ánimo para platicar, solo  había ganas de ofender, o en el mejor de los casos para incomodar. Pero había días de buen ánimo.

Todos los martes y los jueves, de nueve a once de la mañana, llegaba Martha, la “fisioterapeuta” de Rómulo, cuyos masajes y ejercicios brindaban alivio a los fuertes dolores eternos de la espalda y cadera del galeno en franca decadencia.

Aquella mujer de “suaves manos” y voluptuosa –pero decadente a la vez- figura, había sido contactada por la esposa de Rómulo. Las terapias necesarias –y revitalizantes- eran parte de la rutina que Rómulo había pasado a tener durante los últimos seis años.

Martha era una especie de mesera de cantina, pero con un título de fisioterapeuta. Su actitud y aptitud –por no decir, su proceder- eran más cercanos a la cantina, que a la fisioterapia. Sus pronunciados escotes, la minifalda blanca y su gran bolso rosa mexicano, eran la carta de presentación de sus verdaderos servicios “aliviatorios” que Rómulo “necesitaba” cada martes y jueves en la misma hora.

Era toda una rutina. Cada martes y jueves, de manera puntual, a las nueve en punto de la mañana sonaba el viejo timbre de la casona antigua, y Milagros- la avejentada ama de llaves de la casa- abría el antiguo portón por el que nuestra “aliviadora de dolores” made in el Tarrandas bar club, hacía su entrada triunfal y sin mencionar palabra alguna, iniciaba el recorrido por toda la casona decimonónica, hasta llegar a la habitación de Rómulo.

Esos días, por órdenes expresas de Emma, todos los trabajadores domésticos salían de la casa. Ella misma salía a otro lugar, ¿A dónde?, ¡No se sabía! – ¡Bueno!, en realidad sí, pero, era como dice la Gente: “Todo un secreto a voces”.

Emma, de manera puntual concurría al Mercado Rubio, ubicado en la colonia Obrera, la razón de ir a un lugar tan alejado de su casa, no era por los precios o la frescura de la carne o los pollos que ahí vendían. La verdadera razón era que a media cuadra había un viejo hotel de paso –Hotel Galeana-, el cual fungía como centro de encuentros “casuales de tercer tipo” – por cierto eran religiosamente cada martes y jueves- entre Emma y su “galán de mercado”.

Las sospechas eran claras. Rómulo sabía –o mejor dicho, tenía fuertes sospechas sobre su amada –por otro- esposa, y Emma a su vez toleraba con cierto gusto que su esposo se divirtiera dos veces por semana, y que el humor del “Señor de la  Casa” no fuera del todo horrible.

Toda esta trama de infidelidades –respetada y tolerada- era el centro de la existencia de ambos. Toda su atención, todo cuidado y expectativa, es más, todas sus energías eran reservadas para tales encuentros, pero como suele pasar con todo en la vida, nada es para siempre.

Era jueves, y como dictaba la costumbre, Emma salía a su “retiro carnal”, pero a medida que se iba acercando al lugar, de manera curiosa y sorpresiva, notaba que había un alboroto en la esquina donde estaba la entrada del hotel Galeana. De pronto, y como si fuera un relámpago que entraba en su ser, tuvo un horrible presentimiento, un fuerte pensamiento que anunciaba el inicio de una espantosa tragedia tocaba la puerta de su ser.

Sus pasos se apresuraron y mientras se acercaba al lugar, las caras de las personas que estaban a su alrededor daban testimonio de la tragedia que acababa de pasar. De pronto, una voz fuerte y ronca gritaba como si hubiera descubierto algún tesoro o algo de gran valor.

-¡Aquí hay otro! –Alguien gritó con cierto grado de terror.

Las caras de los bomberos no dejaban lugar a la duda.

-¡Llevamos doce muertos, todos calcinados!, ¡Irreconocibles!, de manera trágica, los paramédicos de la Cruz verde comentaban con algunos bomberos que estaban tratando de tomar su turno para entrar al hotel y tratar de rescatar alguna otra persona.

La fuerte explosión de la vieja caldera del Hotel Galeana, había detonado otras explosiones que habían convertido aquello en un verdadero infierno que arrasaba con todo y todos a su paso. Los cuerpos calcinados, de manera inapropiada, o mejor dicho, de manera imprudente, estaban todos acostados en la banqueta del frente del hotel; aquellos restos humanos daban un espectáculo tétrico, de horror puro, que tan solo los paramédicos o los bomberos podían soportar.

Emma, con sus ojos desorbitados, casi al filo de la demencia, y una desesperación que rallaba en una angustia dolorosa, empezó a repetirse así mismo: ¡No puede ser!, ¡No puede ser!, ¡Mario no!, ¡Él no!, ¡Dios mío!, ¡Él no por favor!

Aquellos restos humanos, calcinados por completo, era una masa de carne irreconocible. Solo uno de ellos poseía una pulsera de oro, al acercarse con temor mezclado con el asombro de aquella escena, descubría que era su amante semanal –la pulsera fue un regalo de Emma para Mario-.

Sin decir nada a nadie, Emma se retiró en silencio, como sí aquello le hubiera quitado el aliento, sin ánimo de hablar, menos de comentar la tragedia. Aquello siempre fue en secreto y en secreto terminó.

De regreso a casa, aquel camino se hizo más desesperante, como si las calles fueran eternas, como si aquellas cuadras no tuvieran fin, el cansancio de la caminata y la sorprendente impresión de lo ocurrido, hicieron efecto a Emma, por lo que el color de nuestra amiga, era como el de una sombra pálida, cuyo aspecto tétrico y mortal coordinaba muy “a doc” con esa tarde lúgubre.

Al llegar a casa, algo no le cuadró. La puerta del rejado estaba abierta –cosa inusual-, sin embargo, era tal la impresión que traía en esos momentos que no se puso a pensar sobre el asunto. A medida que se metía en la casa, notaba que algunas cosas no estaban en su lugar, entre más recorría los pasillos veía el desorden y al momento de entrar al cuarto de su marido encontraría otra sorpresa.

Aquel hombre estaba acostado “boca abajo”, semi inconsciente, amordazado y completamente desnudo. En toda su anatomía, se notaban marcas  de golpes recientes. Los cajones estaban fuera del lugar, la ropa completamente desordenada en el piso, papeles y diferentes objetos en total desorden. Era un completo desastre.

Era obvio, habían sido víctimas de un asalto y Rómulo había sido golpeado por estos ladrones, que lo habían humillado en su propio hogar. La cara de nuestro galeno retirado era de una decepción total, con los ojos rojos por la mezcla del coraje y el llanto, externados por la impotencia de no poderse defender.

Después de tal amargo episodio en la vida de ambos, las averiguaciones policiacas se iniciaron y como resultado dio que la banda de ladrones, que había irrumpido en la casa de Emma y Rómulo, era liderada por Martha, la supuesta fisioterapeuta.

Era una banda que operaba en todo el país. Aquella noticia había caído como bomba fulminante para Rómulo, ya que él siempre había anidado la remota posibilidad de que Martha fuera otra víctima de esos “trúhanes del infierno”, pero no fue así.

Después de tal noticia, el ánimo de Rómulo se derrumbó. Tal fue que cayó en una fuerte depresión. Había días enteros en los que ni siquiera se levantaba para ir al baño, no quería comer, no hablaba, de hecho enmudeció para siempre. Emma por su parte, de manera callada cumplía como esposa abnegada las obligaciones en las atenciones y cuidados para con su marido.

Seguramente, ambos añoraban sus momentos de placer y “distracción” de la condena llamada rutina. Tanto Rómulo como Emma fingían muy bien sus papeles, uno como paciente, que necesitaba de su enfermera, y la otra como una enfermera cariñosa y sacrificada que con toda ternura cuidaba y administraba sus medicamentos.

En ocasiones, eran visitados por alguno de sus hijos y como arte de magia, toda tensión en el aire, toda frustración de vida desaparecía. La frase de matrimonio amoroso y lleno de cuidados se activaba al instante. Era como una gran puesta de escena de teatro. El telón se recorría y las sonrisas se producían; se cerraba el telón y las caras largas relucían con tremenda amargura.

Pasaron un par de años más, y de manera natural Rómulo amaneció muerto en su cuarto. Emma por su parte, le lloró como toda una buena viuda en su funeral. El luto se vivió de manera rigurosa en aquella casa. Sin embargo, pasado el riguroso año de luto, Emma empezó a vagar en las noches por las diferentes cantinas y bares del Centro de la ciudad.

Nunca fue lo mismo. La pasarela de amantes de Emma no pudo llenar el vacío que había dejado aquel galán de mercado. La razón nunca la supo, solo sentía que no era lo mismo, porque cuando empezaba a sentir algo especial por alguno de los “amantes en turno”, siempre venía a su mente las palabras de Rómulo: ¡Eres una piruja desgraciada!, ¡Cusca caliente!, pero ella respondía: ¡Pinche Rómulo!, tienes toda la razón, y ¿Qué crees?.. ¡Me encanta!

Zamarripa: Tan lejos de Dios, pero tan cerca de la Poesía.

Víctor Pérez

Pobres poetas a quienes la vida y la muerte

Persiguieron con la misma tenacidad sombría…

Cien sonetos de amor, LIX, Pobres poetas a quienes…Pablo Neruda

-¡Dichosos nosotros los poetas pobres!, ¡Porque de ellos será el reino de los suelos!, ¡Dichos los que luchan por la poesía!, ¡Benditos los pies de quienes proclaman  la estética de las palabras!, ¡Dejad la inmundicia de la televisión y sus perversas imágenes!, ¡Arrepentíos todos vosotros que no leen y que pervierten su mente!

Así comenzaba nuestro buen amigo Zamarripa, arengando en las calles de Plateros y  Donceles en el centro de la Ciudad de México, aquello  era todo un espectáculo, sin importar el frío y la lluvia, el sol, la contaminación, los automóviles, la indiferencia de la Gente, él en su profética misión y fiel a sus convicciones literarias, diariamente entre las 5 y las 6 de la tarde, salía a pregonar el Evangelio de las bellas letras:

¡Desnuda eres tan simple como una de tus manos, lisa, terrestre, mínima, redonda, transparente, tienes líneas de luna, caminos de manzana, desnuda eres delgada como el trigo desnudo!

Continuabanuestro poeta desgarbado, con gestos exagerados de trágico apasionado, su cara delgada, cuyos pómulos profundos denotaban sus fuertes y alargados desvelos, recitaba de memoria prodigiosa la poesía de Pablo Neruda, como si fuera la sagrada Escritura a pregonar por las calles de la caótica ciudad.

En su mano izquierda llevaba unas rosas marchitas, cuya intención era venderlas para conseguir algo de comer. Aquello era una misión imposible, puesto que nadie estaba resuelto a comprar esas rosas marchitas, que simbolizaban su muy fatídica y lastimosa ruina de ser humano.

De pronto, se dirige directamente a una pareja de novios y con más ahínco, empieza recitar de manera apasionada y voz ronca, otro poema de Neruda:

Aquí te amo. En los oscuros pinos se desenreda el viento. Fosforece  la luna sobre las aguas errantes. Andan días iguales persiguiéndose.

Se desciñe la niebla en danzantes figuras. Una gaviota de plata se descuelga del ocaso. A veces una vela. Altas, altas estrellas.

Pero, antes de que iniciara el siguiente verso, nuestro amigo es interrumpido por el joven de la pareja y le da un billete de cincuenta pesos, y de manera rápida se alejan del mal oliente y desaliñado poeta, de inmediato su faz cambia y entre sentimientos de alivio y desconcierto, sale del lugar y camina directamente a la cantina “La Cotorra” en la siguiente cuadra.

Solo para dos tragos de brandy, le pueden alcanzar los cincuenta pesos. La mesera de la cantina, al verlo llegar al lugar, se pone de muy mal humor y con voz fuerte e irritante le dice: ¡Zamarripa!, sí no traes dinero, ¡mejor lárgate!

Nuestro poeta y amigo, pero, humillado al fin, de manera tímida, saca el billete y se lo da a la mesera. Ésta de manera sarcástica, le arrebata el billete de la mano y con un todo más suave, pero burlón le dice: ¡Vaya! Hasta que traes dinero, pinche borracho piojoso.

Sale de la cantina nuestro alcoholizado amigo, con los ojos rojizos y con su figura desbaratándose, por los efectos del alcohol, como puede, pero con mucha dificultad, camina por toda la calle, agarrándose de las paredes de los viejos edificios del antiguo barrio del centro de la ciudad.

Por fin, llega a una banca, bajo una lámpara de luz tenue, amarilla, cuya sereno de la noche se puede observar como cae sobre la humanidad de Zamarripa, unos periódicos viejos fungen la función de cobijas, esto no es novedad, más bien, es la terrible, pero aceptada rutina nocturna de nuestro poeta pobre.

Por fin, el cansancio y el alcohol hacen su parte para que Zamarripa sea vencido y caiga como muerto sobre esa banca del parque central. Solo sus ronquidos y flatulencias anuncian que aquella humanidad continúa con vida.

Solo la suerte o la mala fortuna saben cuándo, cómo y dónde, nuestro poeta pobre del centro de la ciudad dejara su existencia temporal, para mutar a la Eternidad, solo la providencia divina sabe cuándo cesará el castigo de los dioses del Olimpo hacia la golpeada humanidad de nuestro amigo Zamarripa.

Gaturroñas: Una tragicomedia felina

…ese gato ya no entiende,  pues se ha vuelto muy rabero, se metió con una gata… y ésta le quitó lo fiero…

Los Hoolligans, 1966

Víctor Pérez

Con una mirada fija y penetrante, cualquier alma podía ser desnudada de inmediato, súmale un leve aire de altivez y de desprecio,  eso reflejaban ambos ojos color marrón, cuyos pensamientos daban un tono indescifrable, es decir, todo un misterio.

Esa mirada penetrante, no daba espacio para la reflexión, menos para el intercambio de ideas. Era como si algún poder extraño, fuera de la realidad, mandara señales de hipnotismo o una fuerza maligna –del mundo invisible- tomara cautiva mi mirada y no dejara tiempo para la reacción ante tal situación.

De pronto, toda quietud, todo sigilo, toda calma, cambiaba a la cautela de los movimientos propios. Había sido sorprendido. Sus reflejos daban gala de experiencia en situaciones tensas –como ésta- en las cuales iniciaba de manera astuta y con rapidez a la anhelada –en estos momentos-huida.

Nadie conoce sus pensamientos y menos sus intenciones. Solo estaba parado frente a mí, como toda una verdadera e imponente esfinge, con una fuerza y energía contenida, tan solo esperando el momento preciso, para escapar sin mayor esfuerzo. Solo necesitaba decidir hacerlo.

Por otro lado, la elegancia en el porte, jamás perdió. De hecho, creo que jamás mi presencia le perturbó. Éramos dos extraños que en un punto del tiempo eterno coincidieron, pero, que ni Él ni yo decidimos o lo deseamos.

Fueron quizá instantes, o quizá minutos, ¡No lo sé!, pero, lo que si era seguro, es que ese lapso de tiempo, es un tiempo que pareció suspendido en el aire, como de un viejo sueño que perdía las dimensiones entre la realidad y la fantasía. Como si alguna idea llegara a la mente de modo intempestiva, y de igual manera se iba. Algo verdaderamente fugaz.

Quizá estaba soñando o quizá solo fue una visita fugaz. Entre tinieblas nocturnas, con un sigilo temerario, y movimientos finos, pero intrépidos,  finalmente salía por la ventana. Solo las huellas dejadas sobre una mesa antigua de nogal color marrón, dejaban como testimonio o vestigio de esa visita nocturna.

Nuestro visitante nocturno, simplemente salía del escenario. De un aparente salto desaparecía entre las sombras nocturnas, con un alto grado de sigilo, pero con una elegancia digna de los reyes. Aquel encuentro parecía que podía darse el reencuentro entre los sentidos animales y las habilidades intelectuales. Pero, no fue así.

Pasaron algunos días, y aquel encuentro casi queda olvidado. Y de manera accidentada, descubrí cual era el nombre de nuestro felón y muy ágil amigo: “El Gaturroñas”, pero, ¿Quién era este felino?

El Gaturroñas era un gato callejero con una profunda, y larga estirpe de antepasados felinos, todos ellos basurientos, cazadores nocturnos y por si fuera poco, malolientes y eternamente hambrientos, que engalanaban la escenografía urbana de noche. ¡Eso sí!, pocos seres vivos podrían presumir de haber tenido tan largo y rancio linaje.

Fiel a su espíritu de búsqueda, y de alimentar esa hambre histórica, que desde que nació la ha caracterizado –y seguido-, nuestro abandonado y huérfano amigo, busca y arrebata –literalmente- con garras y colmillos todo aquello que se le ha negado siempre, un poco de alimento y comodidad que nunca tuvo.

Él nunca ha sido –ni será- como el gato “fresilla” de los vecinos, que jamás ha tenido que preocuparse por su alimento, o tener que buscar entre la basura y tener que entrar a casas ajenas y arrebatar las mugrosas sobras del alimento que los humanos desechan de manera indiferente.

Él nunca supo del amor y de los mimos de la mano cariñosa de algún dueño, que con ternura y compasión, limpiara y sanara las heridas –casi-mortales de los épicos pleitos callejeros en defensa del honor o del territorio conquistado a sangre y garras.

Jamás supo de la aventura de ser llevado al veterinario, y de ser tratado con medicamento para algún mal “gatuno”. Nuestro felino y muy mal querido amigo, nunca desistió en la búsqueda constante de ese amor que nunca llegó. Siempre buscó las caricias en manos extrañas, que quizá se apiadaban, y en ocasiones lanzaban con cierto grado de desprecio las sobras de comida de días pasados.

Pasaron algunas semanas, aquel encuentro había quedado casi extinto en mi memoria. Un día, en las afueras inmediatas de mi hogar, a unos cuantos pasos de la entrada principal, lo encontré tendido inerme, sobre un pequeño charco de sangre, su rostro describía de manera exacta el impacto y la sorpresa que daría fin a su existencia.

Su pequeño y peludo cuerpo, manifestaba el clásico rigor mortis. No había duda, la existencia de nuestro amigo felino y siempre alerta guardián nocturno de la colonia, había llegado a su fin. La razón nunca la supe. Hay muchas hipótesis al respecto.

Entre las mismas, está el hecho de que el vecino del lado fue un sospechoso, quizá lo pudo haber matado de un golpe – siempre estaba renegando por el desorden que los gatos hacían en su basura-. Otra explicación – y creo que es la más acertada- es que un automóvil lo atropelló, culminando así su existencia.

Otros dicen, que fue la loca de la cuadra que le dio veneno con unas salchichas- , pero yo no lo creo, bueno, sí creo que la señora esté loca, pero, que lo haya envenenado eso sí que no, curiosamente, un gato no se le envenena tan fácilmente y más con la experiencia de vida de nuestro gatuno amigo.

Lo que sí sé, es que estaba ahí, tirado como si eso simbolizara su existencia entera. Como cerrando de manera miserable, pero a la vez con mucha dignidad el ciclo se su vida: El gran Gaturroñas nació, creció, vivió y por supuesto, murió en la calle como los grandes, alejado de la pútrida e hipócrita sociedad.