La operación de reconcentrar el poder de la Unión en el Ejecutivo, sujetando a la voluntad de este las decisiones que competen a la esfera del Legislativo y el Judicial, no se completó de la manera que esperaba el grupo que llegó a la administración federal en 2018, pero alcanzó a acotar la independencia de aquellos. Lo que sí logró el Ejecutivo fue recuperar control total sobre áreas a las que se les había dotado de cierta independencia administrativa y presupuestal a través de organismos autónomos o descentralizados. Vamos, que detrás del eufemístico “mandato del pueblo” se esconde un mal disimulado y seudo monárquico “el Estado soy yo”.
El objetivo completo no se cumplió y dadas las circunstancias no se concretará; tuvieron en el primer trienio de este gobierno todo para realizarlo, pero el común narcisismo de quien llega al poder y lo cree eterno obró en su contra; creyeron que lo harían después utilizando el tiempo en medir vanidades: el nuevo rico se abstrae en primera instancia en probar sus juguetes nuevos.
La clase en el poder que llegó con las banderas de la izquierda adolece de agudeza y profundidad intelectual, tiene incluso gestos de desprecio hacia el mundo de la cultura y el conocimiento e intenta llenar su falta de entendimiento con una especie de neoindigenismo y tradicionalismo nacional kitsch, gusto que atribuyen a ese impreciso ente que llaman pueblo, que viéndolo con cuidado es una forma de proyectar la profunda convicción de que sus interlocutores no tienen mayor dimensión mental que la de una cabra.
Bajo estas circunstancias, no es extraño su fracaso en el intento de trasmitir la idea de una nueva etapa o era en el devenir histórico nacional (cuarta transformación), que implicaría renovar los códigos lingüísticos y referentes simbólicos en su actuar público. Su fallido intento genera una clase política desgarbada y errática al momento de comunicar, los más avezados intentan hacer pasar su incapacidad de comunicación política con el sincretismo barroco del régimen nacional de los años setentas, mientras otros le apuestan a una supuesta sinceridad frente al auditorio, lo que en términos llanos es explicar que se la pasan improvisando y lo que transmiten es desorden, lo que es fácilmente transferible como característica de su ejercicio de gobierno.
La intención de rehacer los símbolos políticos se desbarranca al punto de llegar a revivir el ritual de la unción del elegido en la sucesión presidencial, uno de los más álgidos momentos del poder según el régimen nacional de finales del XX, usando un objeto sin referencia nacional, artificialmente prehispánico, intercambiado entre un mestizo español y otra criolla judía-española, si se le da lectura desde la perspectiva autóctona que ellos están ofreciendo. Entre esas cuatro manos, fuera de la cultura nativa que género el símbolo-objeto no es un bastón de mando, es un palo adornado con bisutería. Entonces la narrativa se completa en la operación de un régimen que concentró el poder del Estado (no en la medida que se quisiera) para transmutarlo en un palo.
-Ellos se van del PRI, pero el PRI no se va de ellos-
Como membrete de publicidad al grupo en el poder público federal invocar al PRI como su adversario les ha traído altos réditos electorales y de posicionamiento público, un elemento diferenciador de algo que la mayoría del público supone malo. Aprovechan la inercia irreflexiva de la publicidad, estrategia muy valida pero que esconde la incapacidad de la clase gobernante actual de desprenderse de la matriz cultural de ese partido.
Hacía mucho tiempo no veía tan pleno al titular del Ejecutivo federal como en el último informe del Gobernador priísta del Estado de México. Y es que Atlacomulco sabe hacer eventos para complacer a un rey: la logística, la estructura, el boato del poder en sus máximas formas, ni un elemento fuera de lugar, hasta el último faro de la iluminación enfocado en la figura principal, el maquillaje matizado de forma perfecta, la escenografía, los extras, desde el más refinado al más humilde asistente dispuesto a complacer y celebrar el más mínimo atisbo de la voluntad presidencial.
Y es que el presidente recuerda y añora la matriz que le dio sustento, no sólo económico sino intelectual, sabe que inclinar la cabeza ante los del Estado de México y los priístas con los que se hizo y gozó, no es el simple hecho físico de agacharse: es el acto metafísico de inclinar el espíritu ante quien deciden mejor que ellos. Para agacharse está cualquiera de los compañeros y camaradas que trae comiendo de su mano ahorita, pero los sobones sin gracia al final terminan cansando. Es mejor para el ánimo sentirse señor de señores que domador de bestias y para mover el abanico de esa forma no cualquiera.
De lo que llaman PRI se pueden ir los que usted quiera, que al fin y al cabo terminan construyendo Morenas, Movimientos ciudadanos, Petés, Perredés… El verdadero asunto es quiénes han estado; no veo en los actuales partidos un Torres Bodet o un Reyes Heroles, no me voy más atrás para no hacer más enana la perspectiva actual. Lo complicado no es hacer o irse a otro partido, sino generar toda una cultura alrededor del poder para hacerlo funcional hacía el sistema social que lo sostiene y para eso no es suficiente el ejercicio de gobierno, es necesario también la construcción paralela de significados que cobren sentido en la realidad, labor que a la élite política actual le quedó enorme.
Vamos, que Morena cumplirá -tal vez- 2 periodos en el gobierno federal y después estará por verse qué otra variante del legado político priísta nacional, con qué color y siglas, tomará el poder público de este país, adicionando elementos de la moral de moda en turno para entonces. Mientras la sociedad mexicana no genere los elementos para un cambio de comportamiento y usos políticos, el lenguaje y símbolos que sostienen el discurso y la práctica del poder público en México serán, como hasta ahora, los del legado construido en el discurrir histórico de la época revolucionaria institucional.