Por Rubén Rubio Valdez*
Culiacán Rosales, Sinaloa.
Diciembre 17 de 2015.
Era aquella posada una antigua casona de paredes gruesas de tabique, que en otros tiempos fuera sitio importante, zarpeada su fachada de argamasa de cemento con trazo de cuadros a bajo relieve. El techo de vigas de amapa y pilares cilíndricos de ébano tallado sobre un amplio corredor que rodeaba el jardín central, separado por arquería cubierto de persianas de madera roja de cedro, me hicieron recordar mis vivencias de la finca de mis padres allá en El Caribe. La posada hacía esquina con la calle que ahí formaba una “Te” con otra que unía dos barrios, popularmente llamados “pa’rriba” y “pa’ bajo”.
Llevo presente aquella tarde de primavera, que adentrándome tomado de mi maleta, justo a mitad del estrecho y corto vestíbulo, al encontrarnos apenas si nos miramos. El saludo fue cordial y se limitó sólo a una sonrisa, precedida de una nimia inclinación de mirada acompañada de una ligerísima caravana. De momento me sorprendió la reverencia inexplicable de aquél desconocido, más cuando llevó su mano derecha al ala de su sombrero. No pude corresponder de esa manera porque llegué descubierto: fue tan fugaz el encuentro que sólo lo miré. A los días siguientes fui al mercado y me hice de un sombreo de palma típico de cuatro pedradas. Él me lo sugirió, diciéndome: <El sol de aquí quema. Tendrá que cubrirse. Es temporada de soles. Allá en el mercado encontrará un puesto y un buen sombrero.>
Mi estancia se prolongó tres meses de ese año, poco después del día de San Juan. Él, continúo ahí. En el tiempo de compartir la mesa en la posada durante casi a diario, las conversaciones fueron largas, interrumpidas sólo por el acercamiento de la señora que nos allegaba exquisitos guisos cada mañana, después de tomar café, sin que faltara el queso de textura y sabor único. En las rutinarias visitas al atardecer, que hacíamos juntos a la plazuela municipal, sentados en la cómoda banca de siempre, nos relajaba ver el movimiento repentino de las manecillas del reloj público y escuchar cada 15 minutos la suave melodía del tic tac de sus pequeñas campanas, si mal no recuerdo eran tres que al percutirlas claramente daban tres notas de la escala diatónica musical. Cuando el alumbrado público, de escasas y tenues bombillas que alumbraban los prados de la plaza y las calles del centro histórico, se suspendía a punto de las nueve de la noche, llegaba a nosotros el débil silbato del policía de guardia de la cárcel municipal, oyéndose las sucedáneas respuestas de gendarmes del mercado y del quiosco de la plazuela. De pronto la penumbra de la noche pasaba a una oscuridad densa. Era hora entonces de encaminarnos a la posada, que la teníamos a unas cuantas decenas de pasos. Relajados y sin premura, en esos anocheceres abordábamos variados temas, con reiterada frecuencia sobre la cotidianidad de un pueblo que el silencio de sus noches permitía escuchar los ruidos de sus madrugadas, soterrados por el grave tañer de la campana del llamado a misa a feligreses, de cada vez más lento caminar. El repique de campanas al medio día, distinguía al poblado. Era el llamado al descanso de albañiles, jornaleros en parcelas de cultivo enclavadas en extenso valle de tierras arcillosas de temporal, cercado por lomerío y pequeñas montañas. El repique grave y estruendoso del campanario del templo de solitaria torre, era el aviso del corte de la jornada escolar del turno matutino. A poco tiempo fui acomodándome a escuchar con deleite la algarabía de los escolapios, que jugaban en el parque en horas de recreo. También se me volvió familiar escuchar puntualmente por las mañanas de lunes a viernes, el taconeo de una dama, elegantemente vestida, que esparcía la fragancia del aroma floral a su paso por la posada rumbo a la escuela de niñas. Solo por esto, jamás lo he olvidado. Tampoco no he de olvidar el percutir del Equipo “Morse” de la oficina telegráfica y de máquinas de la academia de frente a la posada, que se oían como ritmo de una pertinaz melodía.
En madrugadas de esa primavera hasta las habitaciones de la posada llegaban con claridad nítida, rebuznos de asnos, bramidos del ganado y cantos de gallos de viviendas y corrales de “pa rriba” y del sur, que hacían frontera con linderos del ejido. Esos rebuznos y cantos los opacaba a veces, las románticas canciones de serenatas que entonaba el único grupo de guitarras y acordeón de un pequeñísimo pueblo situado un poco al norte de la margen derecha del río escoltado por frondosos álamos de gruesos tallos, altos eucaliptos y sauces de eterno mecer. En ocasiones también nos sorprendió el estruendo de la banda de música, tocando a media noche por las calles tras de ebrios y alegres parranderos, despertándonos para robarnos el sueño hasta la aparición del quiebre del alba. Las melodías de variados ritmos, sentimentales algunas y bravías otras, dejaban escuchar en contrapunto, detonaciones de arma de fuego. Eran estas el complemento pacífico y gustoso de parranderos.
De la cotidianidad de ese pueblo, de anochecer tempranero, de caudaloso río de verano y seco en el estiaje, de casas coloniales solas y habitadas algunas por golondrinas y murciélagos, me ilustró entusiasta el personaje a que aludo. Para mí, vaga en memoria como fantasma, el recuerdo de ese pueblo y el de ese personaje.
Tomados de las rejas de ventanas de nuestra habitaciones que daban a la calle, tal como pudieran hacerlo dos presidiarios en sus celdas continuas de una prisión, de seguido hablamos y hablamos de temas triviales. Sentía el asombro con que nos miraba sesgada la gente que esporádicamente pasaba frente a la posada. Desde ahí observábamos el vaivén de transeúntes y escasos vehículos que llegan y salían del pueblo circulando por las desiertas calles. En algunas tardes, después de hacer la siesta y sombreada la acera, al ir a la ventana, ya se encontraba él, tomado de las rejas de su ventana, mirando a sur, el sitio de coches de alquiler estacionados junto a la plaza. Siempre pensé que esperaba el arribo de alguien. No encontré explicación por qué habría de familiarizarse de todo lo que sucedía en aquel pequeño pueblo. Sabía de las pláticas en el mercado, de lo que pasaba al interior de familias de orientales, que me dijo se habían ganado el aprecio de la gente. Se sabía los nombres de personas comunes: de policías, músicos, indigentes, de tenderos y abarroteros. De las andanzas del cura de la iglesia y de la vida privada de las familias de abolengo y de lo que se discutía en cabildo y dentro de las dos tabernas donde se embriagaba con frecuencia la clase política mezclada con el pueblo, tocándoles la Banda de Música desde una vals a un tango. Vaya, me hablaba del pequeño presidio, dónde a algunos de los escasos reos se les permitía el pueblo por cárcel, recalando solos a la alcaidía, como el ganado al corral, para pernoctar en sus celdas. <Cómoda manera de pago de la pena>, ironizó y concluyendo con parsimonia me relató que… <la justa enmienda penitenciaria la abolió la muerte de un reo, comisionado a los quehaceres del corral y parcela de cultivo del alcalde. “En plena plaza, allá, –me señaló el lugar frente al parqueadero de autos-, quedó el cuerpo que empuñaba un puñal, sobre el charco de su sangre que expulsó como fuente la herida de bala de dos que disparó el comandante en jefe de la policía, en clara defensa y la vista de decenas de gente de domingo de plaza. Las miradas de todos, de próximos y lejanos se centró en la escena, al escuchar el inesperado estruendo seco de balazos de .45.>”
Tanto como de las antiguas casonas coloniales que forman el centro histórico del poblado, me hablaba de los anónimos mausoleos del panteón, que pertenecen a familias antiguas de otra época. <El tiempo ha sido generoso con estos vestigios arquitectónicos. Exhiben la destreza de albañiles de finos y simétricos acabados de tabique y argamasa.>
“Es este un pueblo fantástico, lo verá… –me decía-. En apariencia, todo es diminuto, menos su gente. Curiosos los nombres de los poblados antiguos terminados en to ó ta. Pereciera que todos quisieran que nada cambiara, pero no es cierto. Es una sociedad de dos eternos bandos que polemizan y mantienes vigentes sus divergencias, que arrastran desde antes y después de la conquista, como que linealmente pasaran por herencia de generación en generación, tal si lo necesitaran como acicate. Estos bandos se vienen auscultando mutuamente desde siempre, siendo ellos informantes para un bando neutral. Simulan confrontarse y el tercer bando neutral, observa y simula conciliar. Las barberías, el mercado, el parqueadero de coches de alquiler, la refresquería de enfrente y las dos boticas, son sitios de resonancia de opinión donde se delibera. Se toleran, sin pasar a arrebatos mayores. Ellos lo quieren así. Desde hace años se conserva una festividad en el marco de una Virgen, por la que nadie ora, que ansían su llegada y que todo quieren, menos que termine.”
-Oiga. Bien que calibrado tiene el flujo de las sinergias de este pueblo –le dije reconociéndolo en verdad y como si no me hubiera escuchado continuó hablando.
“Acá no hay fanatismos, todo es término medio. Sus problemas los resuelven con inteligencia emocional. Los pobres son felices, porque no envidian nada ni a nadie. Antiguamente hubo familias ricas acá en el cañedismo, para allá, profiriato, que la Revolución expulsó, llevándose con nostalgia el ritmo y melodía de un chotis, que hizo imposible el olvido de su pueblo. Sus riquezas se esfumaron, apropiaron por quienes quedaron y por otros que arribaron al poder, que luego también se fueron. Nadie se queja, de todo se festina. Es un pueblo globero y alegre de jueves de plaza, de vendimia y de música. Quien llega al pueblo, pasado el tiempo, podrá pensar en todo, menos en irse. Algo los detiene y lo arraiga. Algunos visitantes y viajeros comisionados a algún encargo encontraron aquí el amor, su media naranja. No pocos oficiales y tropa de un Batallón asignado a esta región para contener el cultivo de adormidera de la sierra, terminada la Segunda Guerra Mundial, al retirarse de aquí, no se fueron solos: quienes llegaron solteros, se llevaron su vieja, casados o no. Con la huída de asiáticos provocada por su persecución fóbica y cruel también mujeres salieron, que tal vez algún día vuelvan mestizos al reencuentro de su pasado. Aquí hay gente de todos partes, que se vuelven castizos. Luego, como yo, se enteran de todo y se mezclan en mitos, que se repiten y se vuelven leyendas. Su fiesta decembrina, que es más bien una feria y las fiestas patrias septiembre, sus carreras de caballos parejeras y las coleadas, única suerte autóctona ésta, son diversiones que atraen y cohesionan. Los paseos a las alamedas y a las moliendas de caña a los valles, son sanos regocijos, como lo son sus carnavales con sus alegorías y lectura pública de un testamento previo a la quema del malhumor, simbolizado por un monigote que identifican. El testamento exhibe intimidades inimaginables de personajes de alta y baja sociedad, principalmente de la clase política, dichas en burlescas, mordaces y melódicas letanías que provocan ácidas burlas y risotadas. Lo leído en ese evento es un ejercicio de catarsis del pueblo, que guarda en la memoria colectiva que pasa y se diluye de generación en generación.”
Esa tarde, al escucharlo quedé sorprendido de su capacidad de observación, suponiendo que habría venido a escudriñar por encargo los recovecos de ese pueblo. Sentados entonces, una tarde de vendimia y de música en la plazuela, me dijo:
“En mi estancia en este pueblo, he visto y escuchado de todo. No soy puritano, pero no me he resistido de ir por allá y por acá. Me he envuelto con la gente de uno y otro rango, y de seguro me habrán endilgado algún sobrenombre, que hasta ahora ignoro y que no tengo el menor interés en saberlo.”
-¿Por qué lo asegura usted? –le dije.
“Conozco este pueblo más de lo que pudieran suponer quienes lo habitan. Es un pueblo mágico y misterioso, no por su el trazo urbano y el perfil colonial de su centro histórico enclavado y solitario en una vertiente que equidista del mar y de la sierra, sino por su gente, por su música, por la belleza de sus montañas que lo entornan y el colorido del follaje del verano y durante el estiaje. ¡Ah!, también por la tradición de sus festividades. Por los mitos y leyendas que repite su gente. Por sus mujeres y por su cultura, que conservan apuñada y presumen el paso fugaz de figuras de la literatura. Este, aun que no crea, es cuna de gente que logró relevancia.” –me dijo.
Era jueves de vendimia. El nublado dio frescura a esa tarde. En la plaza, repleta, la gente de todas las edades lucía el colorido de sus prendas. La Banda tocaba en el quiosco retumbando el estruendo de percusiones, trombones y trompetas sobre la fachada de las casonas de frente y de la escuela de varones. La solitaria torre del antiguo templo y las palmeras que la adornan son testigos mudos de todo lo que pasa frete a ellas. El público animoso y alegre gritaba a la banda pidiendo la polka “Las Bicicletas”, mientras que muchachas y muchachas circulaban por la plaza a vuelta y vuelta. Gentes mayores sentadas en bancas serenos presenciaban y gozaban del barullo de esa tarde. Los músicos ya habían tocado y el público bailado “Inzunceña”, “Mi querido capitán” y “Los amores de Julia”. El ambiente estaba en su punto ya para el anochecer. Mi compañero y yo, sentados en la banca de frente a la de costumbre degustábamos sin apremio un rico raspado de tamarindo, apreciando aquella festividad muy del pueblo y el paisaje de palmeras dentro de los prados meciendo sus frondas en lo alto, mientras las hojas de la datilera se paseaban a ritmo de mazurca “Entre mis penas contigo” que tocaba atemperada la banda. Hasta a nosotros llegaban los olores churros y de guisos de fonda, friendo delicias culinarias aperitivas. Llegaba también el ruido del cepillo raspador de hielo, cuando la banda en el quiosco paraba. El receso de la banda, permitió escuchar el grito: “toquen el matarile”. A todos obligó a voltear y descubrimos que era la voz alzada de un loco andrajoso sentado sobre una silla reposada al muro de la botica a la que estaba aquerenciado mañana y tarde, le decías “El Loco Chavelo”. Los músicos no escucharon, tampoco tocaron “El matarile.
Después de succionar con el popote el jugo de tamarindo, mi amigo me tocó el hombro y enseguida me dijo:
“Me ha de creer lo que contaré. Podrá parecer a usted trivial, pero para mí fue importante. Al terminar el relato, podrá ser juzgarlo y pensar que tuve suerte de envolverme en esta experiencia, me refiero claro a las tradicionales coleadas que se realizan en rancherías donde se cría ganado y se junta vacas paridas para la ordeña. En esa rancherías se prepara el un riquísimo queso artesanal, que como el chorizo y chilorio de marrano que de seguido degustamos en la posada, es delicia de gran tradición y prestigio de este pintoresco pueblo.”
–A ver, cuénteme sobre esa suerte vaquera, más que charra, que según se sabe surge como diversión entre caporales y vaqueros desde lejanos tiempos de hacendados del porfiriato, que navegaban ganado por extensos potreros de agostadero y breñales.
“¡Ah!, entonces, ya sabe algo sobre Las coleadas.” –enfatizó.
-Sólo eso –le respondí con modestia e inició el relato.
“Bueno, por principio le digo que, de pronto me sentí, como dicen por acá, dentro y hasta el cogollo del convite. Tal parece que fue esa la primera vez que se organizara algo parecido. Para mí, además fue un descubrimiento.”
-¿Porqué lo dice?
“Porque conozco de las suertes charras mexicanas, de gran simbolismo nacional. De donde surge la figura del “charro mexicano”, su atuendo, su sombrero y la música y sones de mariachi, que son orgullo nacional.”
Por considerarlo inoportuno, me contuve en ahondar sobre el relato que me mantenía interesado por escuchar. Con las referencias al simbolismo que es la charrería y la música de mariachi, creció mi desconcierto por no saber exactamente quién era y que hacía en este pueblo. Ahora he pensado que también él pudo haberse preguntado lo mismo de mí. Tampoco yo di la cría, como hablan por allá. A lo que es lo mismo, entre gitanos no se leen las cartas.
Sin perder atención sobre el bullicio de la “Tarde de Jueves, vendimia y música” en la plazuela, que estaba en su punto, entró de lleno en el relato diciéndome.
“Todo empezó aquí en la plaza, ahí, frente al atrio de la iglesia. Serían las tres de la tarde del 29 de junio, de hace dos años. Caminando hacia la posada, por allá venía de visitar a don Pedro Montes en su predio El Bajío, dónde se arremolina gente muy de mañana y de tardeada para proveerse de agua bruta de una noria de su propiedad. Es un bonito paraje su huerta de mangos, ciruela, caña y papayas, anclada a la rica tierra de aluvión, que explicablemente le llaman “tierra muerta”. Desde ahí, la gente de la orillas del pueblo acarreaban en baldes, palanca al hombro, en barricas sobre bestias y carretones tirados por mulas o asnos. La bomba municipal no abastece la demanda de agua entubada. La de la noria de El Bajío era inagotable. Pasé de largo por la calle hasta la posada, no sin llamarme la atención el barullo que se escuchaba de mujeres y hombres jóvenes, algunos montados a caballos y otros en mulas. Me informé sobre el barullo de la plaza por don Erasto que me dijo:
<Es una convite. Parece ser que van hacer bola para ir esta tarde a las Coleadas de Boca del Arroyo. Van a jalar la Banda de Jando.>”
“Decidido, con apremio fui a la posada y me duché, dispuesto a unirme al convite. Yo ya sabía que era un convite, y por ello me llené de entusiasmo y me arrimé a la bola. Algunos ya me conocían, cuando se hacían convites para echar a vuelo los globos de papel de china, a los que jamás falté. Bueno, el caso es que un muchacho me dijo de muy buen talante. Qué bueno que se arrimó. Se va poner bueno el asunto, señor. Está lejos para caminarla, ¿no crees? –le dije y me respondió. Está retiradita y larguita la tirada, pero la tarde está fresca. Con el barullo, en un dos por tres vamos a darle la sorpresa a la gente allá en las coleadas. No se va sentir la distancia. Anímese, yo lo invito.
Era una alegría general y seguía llegando gente y más jóvenes montados. Alguien, de pronto, gritó: <Allá vienen los músicos> Entonces voltee y corroboré que venía por delante el tamborero y el bajero. Fue entonces que se subió el volumen de la gritería. Hasta ese momento, no identificaba los líderes de ese alboroto; como que no los hubiera, ni tampoco creí fueran necesarios, porque todo estaba bien organizado.”
Sin hablar, yo seguía atento de la plática y la banda que en el quiosco sequia tocando. Ya habían tocado polkas y chotises. Me percaté que tocaban “El hombre aparecido” y “El gallo tuerto”, piezas tropicales y de mucho baile. Mi compañero había interrumpido el relato en razón de venirle un estornudo, obligándolo a sacar su pañuelo del pantalón. En cuanto terminó de frotarse la nariz, después de sonarse, retomó el relato diciendo:
“Cuando llegó el resto de los músicos, se completaron once. Jando era el jefe de la banda. Era muy borracho, pero esta vez venía sobrio. Tenía una semana que había cortado la borrachera. Dicen que le tenía horror a las crudas y era por eso que no la dejaba llegar. El tomaba en la cantina de Chivano, que era donde bebían los albañiles, los jornaleros y la gente pobre de los poblados vecinos. Jando, le decían, porque se llamaba Alejandro, y tocaba clarinete. Un cieguito le hacía segunda. Bueno, el caso es que alguien gritó: <Vámonos>. Los caballos atrás, los de a pié delante y los músicos en el medio. Dimos vuelta a la plazuela, pasando por frente a botica y por la casa del presidente. La gente que nos miraba, se reía y hasta gritaban. Ahí estaba “El Loco Chavelo”. Alguien le dijo: <vamos Chavelo. Y contestó: no le hago.> El tal Chavelo se distinguía por mordaz y por flojo.
Tomamos la calle que lleva al panteón. Creo que íbamos como veinte gentes a pié y unas quince montadas. Parecía un desfile del día del trabajo. Cuando pasábamos el panteón, éramos mucho menos los de a pie. Con los músicos no parecíamos pocos. Desde el panteón, percibí imponente la torre del templo y las montañas donde empieza la Sierra. Sentí lo mismo el contemplar la codillera de cerros que demarcan la separación de la sierra y la costa. El valle que dejan la elevación de la serranía, dan un paisaje singular a esta región.”
Terminando de hablar hizo una pausa, se puso de pie y acomodó los pantalones jalándoselos del cinturón. Tomó asiento de nuevo, extendidas cruzó sus piernas, dio un inesperado giro de cadera una vez sentado, que de no contenerme me hubiera pillado riéndome. Enseguida tosió dos veces para afinar la voz.
“Como puede ver mi amigo –me dijo mirándome de frente- Son pocos los pueblos donde se dan estas ocurrencias. En los pequeños pueblos no lucen tanto, tampoco en las ciudades. Estas ociosidades piden un punto medio, para lograr colorido y autenticidad.
Quizá, gente de grandes ciudades, idos de pequeños pueblos como este, añoren todo esto que tuvieron estas vivencias -le dije.
“Exacto –agregó y retomó el relato diciéndome- La primera pieza que tocaron los músicos fue “La chingadera”. Grosero el nombre, no, pero muy propia para la bailada. Lo hicieron caminando sobre la calzada de la Alameda, terminándola al pie de la cuesta para llegar al panteón. Terminada la pieza, tanto músicos como los jóvenes exhibieron algo extraño.”
-¿Qué cosa? –pregunté.
“Como que alguien hubiera ordenado voltear a su derecha, fijando la mirada brevemente hacia una pequeñísima montaña arbolada situada entre la alameda de la ribera del río, conocida como “la cocobora”, después lo supe. Según cuentan, “la cocobora” encierra todo un misterio de brujería. Creencias de pueblo, usted comprende.
Antes de que la banda tocara “La chingadera”, la caminata había parecido un triste cortejo fúnebre, que es costumbre acompañar al difunto con música bandeña, desde el atrio de la iglesia hasta entrar al panteón y previo y después del entierro. El sol que pegaba de frente nos hacía sudar. El baile callejero empezó luego de dejar el empedrado de las calle. Cuando tomamos la terracería de la calzada, fue que sé arrancaron con “La chingadera”. Todos, los de a pie y montados íbamos ensombrerados; las muchachas, vestidas con faldas plisadas que cubrían media pierna, con blusa holgada con media manga y su cabello recogido con pañoleta. Con arracadas de fantasía y pintados labios de carmesí, su belleza era radiante dando un aire de gitanas. El camino al panteón, no sé sí lo ha visto, es de tierra suelta como pinole, que le llaman “tierra lama”, que por el brincoteo de los caballos al ritmo de la música, levantó polvareda. Los de a pié bailaron por parejas la polka que según me enteré, se escucha en esta región desde hace muchos años. Unas bailaban abrazados y otras, como que la hubieran practicado en sus casas: es que lo hacían tan bien. Los bailadores bañados en sudor no daban muestra de fastidio. Qué gran ambiente se hizo. Cuando nos alejábamos del pueblo, la gente había salido a banquetas de sus viviendas; reflejaban en su mirar, asombro, dejando ver un contenido regocijo. No sabían que rumbo llevamos. Sabían que íbamos rumbo al panteón, y como no había difunto, el semblante era de desconcierto, tomándonos por locos destornillados. Así le dicen en este pueblo a la gente locuaz, a gente extrovertida. A los locos le dicen “el loco ché”, “el loco pancho”, también referido al padre o la madre o el barrio o el lugar: “el loco del Palmar”, “el loco de la chepa” y así. Es de risa el vocabulario en este pueblo.”
Ya lo escucho. ¡Ah!, Entonces, esta caminata es tradición –opiné.
Creo que no. Fue una ocurrencia de gente que le gusta el barullo –me respondió y continuó:
“Los músicos caminaban al paso de los muchachos. El cieguito, no se apartaba del grupo, con la mano cargaba su clarinete, y sin apartarse, allá iba del brazo de Jando que caminaba adelantadito de él. El paso a trancos de las bestias eran lento y acoplado al ritmo del andar de la muchachada, compitiendo el ruido de los cascos con las pisadas de la gente. De repente, pasando el panteón, se detuvo la marcha precisamente al medio de un llano sin hierbas, regado de hormigueros abandonados. Era tan amplio como un patio de baile, rodeado de un monte espeso de árboles altos y frondosos con breña seca, donde resaltaban pitahayas y nopales, y otras cetáceas que al preguntar me dijeron que eran choyas y que por espinosa, hasta el diablo les saca la vuelta. Como si lo tuvieran dispuesto, los de a caballo formaron un ruedo y algunos nos replegamos, igual los músicos. No faltó quien gritara…<Jando, La polca del clarinete> y fue entonces que lueguito se arrancó la banda y de inmediato los muchachos, formando parejas hasta donde alcanzaron la mujeres. Los que no alcanzaron, no más se quedaron mirando, pero haciendo relajo y gritando ajuas. Le confieso que aguanté el deseo por bailar con una muchacha pasadita de edad, que poco la invitaban, no sé por qué, pués estaba, que digo, está de muy buen ver. No he dado con la ocasión y la forma de acercarme a ella, por el temor de verme despreciado. Bueno, el caso es que cuando Jando y El cieguito tocaban el solo de la pieza, me pareció conocida. Al recordar que era la misma melodía que hacía años había escuchado en Estados Unidos, hacía muchos años. Era esta una versión fusionada de contrabajo, acordeón y clarinete sin percusiones.”
Mientras hiciera la digresión, permanecí callado y atento a su afán de continuar su relato. Tal si ignorara mi presencia siguió hablando.
“Mientras que la escuchaba y miraba el baile de las parejas en medio del hormiguero, sin hormigas, llegó a mi memoria el origen de polca que escuchaba. Claro, su origen era polaco. Algunos migrantes que conocí en le llamaban “Polca del abuelo”. La intriga no fue recordar la melodía, sino saber cómo habría llegado a este pueblo, lejos de la frontera de Estados Unidos y desde luego, tal lejos de Polonia. Otra cosa que me intrigó fue los pasos del baile, que iban muy de acuerdo con entradas y salidas de la melodía, que por cierto Jando y El cieguito, por momentos de cuatropeaban por la velocidad con que la tocaban. El bajero y el tamborero hacían volver al tiempo, empezando la pieza de nuevo y no tenían para cuando terminar. Lo lograron hasta que dejaron de moverse quiénes bailaban, quedando de pie al centro del hormiguero. Es que se miraba que ya no podían, ni unos ni otros. Entonces comprendí que las polcas cansan y quienes las bailan deben tener condición deportiva. Es un ritmo para jóvenes, no para viejos.”
Con la referencia al origen de la pieza y la pregunta que se hacía respecto a cómo habría llegado esa melodía a este pueblo, me dije, este señor, no es cualquier persona. Fue entonces que creció mi intriga por no saber quién era, y todavía más qué diablos hacía en un pueblo tan modesto.
“Le confieso amigo, que yo iba a rumbo –me dijo- Cada cosa que pasaba era una sorpresa, y me preguntaba ¿habrá más?; pués claro que las hubo y muy agradables e interesantes, como lo que pasó con el “cochi jabalí”. Sepa usted mi amigo, que es así como nombran a los marranos en esta región. Y como en todos lados, cochis son quienes se mezclan en amoríos con parientes en primer y segundo grado.”
Ya lo veo que está usted muy documentado del léxico de esta región -sin hacer ningún comentario a mi apreciación, solo me miró y continuó.
“Saliendo del hormiguero se tomó, mejor dicho, tomamos una brecha por donde transitaban carretas y ganado. El cauce del río estaba cerca. De algunos puntos del camino se apreciaba el cañón que forma el río, aguas arriba y aguas abajo. Bonito paisaje, sin duda. Bueno, el caso es que mientras avanzábamos rumo a la Boca del Arroyo, de súbito se miraban correr en estampida liebres y conejos, se escuchaba el vuelo vertiginoso de codornices y palomas en estampida, que dio desde luego un toque especial a la caminata y cabalgata. Los que siguieron después del bailar “El clarinete polca”, fueron los que continuaron hasta el final. Ya nadie se desperdigó. Ya estábamos más para allá que para acá.
Qué manera tan coloquial de hablar señor –le dije y me respondió.
El que en la miel anda, algo se le ha de pegar. Usted anda muy embadurnado, ya veo –me dijo- Me miró con asombro y al reírse se ahogó al intento de decirme algo. Con ganas de entender lo que decía y creyendo entenderlo le dije: Ya lo veo a usted embarrado también –ambos nos reímos y luego de respirar hondo continuó el relato diciendo.
“La brecha por donde avanzábamos, daba para dos hileras de caminantes. Los músicos, avanzaban en fila india como el resto, cubriéndose la cara del sol con el sombrero inclinando hacia abajo. Juan, “El tamborero”, que iba delante guiaba ahora al cieguito, a modo de que tomado de la tambora por una cuerda caminara seguro. Se escuchaban las pisadas de los caminantes, el resuello y ruido de los cascos de las bestias. Era evidente en todos, el cansancio. La meta estaba cerca. Sin que lo dijeran, a mi me pareció que les alentó ver a poca distancia y sobre la ruta una bebelama que su follaje movía el viento fresco que empezaba a soplar y sol casi cayendo. La sombra de ese árbol era el oasis que deseábamos para descansar. Yo, como ellos y de seguro los músicos, lo deseaba también. Tal vez por eso, no pidieron a Jando que tocara, el cansancio se los prohibió. Ya estábamos por llegar al árbol cuando de pronto se escucha un alboroto dentro de la espesura del monte, de inmediato todos paramos aterrados, olvidándonos de la bebelama y de la sombra que ansiábamos. Las muchachas se protegían unas a otras. Sin que se escuchara palabra alguna, me pareció que caímos en pánico, porque el alboroto crecía y se acercaba a nosotros. No tardamos en dar por hecho que se trataba de una jauría de perros gruñendo y ladrando, mezclado con el chillido de una animal que atacaban. Lo extraño fue que, con gran rapidez ese escándalo venía a nosotros como un bólido, por lo que cada quién a como pudo le dio paso, echándose hacia atrás y a los lados. Los caballos asustados, de no ser por sus jinetes, habrían corrido en estampida. Juan y el cieguito en mancuerna se pusieron a salvo. El bajero, conocido como don Nilo, con perdón por su edad, me provocó una risa incontenida por la comicidad con que corrió a guarecerse tras el grueso tronco de una pitahaya. Todos vimos como el jabalí, paró su huidiza carrera en medio de la brecha y encaró a la jauría mostrando sendos colmillos, sin dejar de chillar, con el pelo de su cuero erecto. Lo perros le gruñían, con cierto temor y el cochi jabalí, moviendo la cabeza hacia los lados, se veía acorralado, buscando tal vez la forma de escapar. Eso,fue momentáneo, porque de súbito, el solitario animal sorprendiendo a la jauría, rompió el cerco y emprendió la huida a toda prisa, desbarrancándose por la cuesta hacia abajo del río, dejando escuchar lastimosos aullidos de dolor. La jauría, desconcertada ya no lo siguió y se desbandó. Todos nosotros soltamos una risotada, no por la escena que habías presenciado sino por el susto y miedo que mostramos. Los músicos, pobres músicos, también se rieron, creciendo su risa cuando salió del monte don Nilo, con el instrumento terciado a la espalda como si fuera un fusil. No sé si por nervios o por romper el cuadro de miedo del grupo, pero se arrancaron con una diana. Don Nilo no la tocó; tardó en llegar, por desprenderse un racimo de choyas pegadas al pantalón. Todo se volvió fandango y no faltó quién dijera a los músicos: <arránquense con “El Jabalí”>. De pronto, después de llegar a la bebelama, más que descansar, músicos y bailadores, olvidándose de la jauría, daban rienda suelta al gusto brincoteando a ritmo del tradicional huapango “El jabalí”. Hipólito y Pineda, tromboneros de la banda, guiados por la percusión de la tarola de Chalío y la tambora de Juan, gritos sacaron a los bailadores y los caballos retozaban bajo el mando de los jinetes. Las bestias lucían renegridas de sudor y secretaban un espumarajo por hocico y verijas. Cuando terminó la pieza, los de a pie se tiraron al suelo, recargándose en sus brazos puestos hacia atrás. Yo, para que negar, sintiéndome cansado, también me tiré al suelo, cruzado de piernas. Los bules con agua que colgaban de la cabeza de la silla de los caballos, rolaron entre todos. Estábamos exhaustos y sedientos. Los jinetes desmontaron, de seguro estaban rosados.
Aún no nos poníamos de pie, cuando se empezó a escuchar lejano el leve retumbo de una tambora. Jando, fue el que dijo con parsimonia: <Ya empezó el barullo en las coleadas de La Boca del Arroyo>. Eso reanimó al grupo, entonces todo mundo empezó gradualmente a ponerse de pie. El viento que corría bajo la sombra de la bebelama sirvió para reconfortarnos. Bueno un oportuno relax.
El señor hizo una pausa, mientras que volteaba hacia oriente de la plazuela me dijo:
“Qué bonito se está poniendo el nublado. Creo que si no llueve por la noche, será de madrugada. Están retrasadas las lluvias. Aquí, es una delicia el clima después de una lluvia. Lo verá usted.”
Se siente fresca la tarde –le dije y sin mayor comentario retomó el relato.
“Siguiendo con el relato, le diré algo mi amigo. Los músicos reflejaban en su semblante cierto tedio. Yo ignoro, y jamás lo supe, si quién los contrató les habló que irían por esos breñales hasta el sitio de las mentadas coleadas. Todos ellos no eran unos jovencitos, tampoco unos ancianos, pero la friega que se habían dado, fue como para no volver a tocar. En ese momento de percibir el tedio, supuse que a caminantes y músicos les faltaba algo, sobre todo a Jando y a un trompetero que le apodaban “Chavarra”.
¿Qué le faltaba?, le pregunté.
“Trago. Aguardiente o Club 45. Es que el músico para inspirarse necesita eso: la bebida. Y Jando y a Chavarra, les encantaba, igual que al tarolero. A lo mejor. Pero como iban muchachas, no lo vieron conveniente. ¿No cree usted?” –Me preguntó y retomó la plática.
“Bueno, eso supongo, la cosa es que todos de pie, los hombres nos sacudimos el polvo del pantalón y las muchachas las faldas. Algunos, nos estiramos de brazos y nos pusimos en condición de continuar con esa aventura. Ahora pienso que fue una loca aventura, propia de gente de este pueblo que en la intención de matar el ocio, lo hace de cualquier forma. Mira que unirme a esta caminata por caminos que jamás imaginé.”
No me explico cómo usted se involucró en ese convite, en verdad. Yo, creo, no soy para esos trotes, hablando coloquialmente de cabalgata –le dije.
“Como haya sido, yo me divertí. Y ahora le cuento lo que siguió hasta llegar a la ribera del arroyo.”
Ya me imagino –respondí con interés de que continuara y lo hizo con el mismo interés de el principio.
“Dejando atrás el breñal y el terreno pedregoso de agostadero, fue una bendición pisar la arena húmeda. Tuve la sensación, que todos sintieron volver a la vida con la frescura del agua, rodeada de hierbas verdes y las sombras de álamos y sauces. Los jinetes desmontaron para dar de beber las bestias. Algunos de los de a pie mojaron el cabello para refrescarse. Los músicos solo miraban, buscando la forma de cómo pasar a la otra banda del arroyo. Creo que en ese momento lo que querían era llegar al ruedo de las coleadas y desligarse del compromiso por seguir tocando a la bola de locos, incluyéndome desde luego.
¿Ahí terminó todo? –pregunté y de inmediato me respondió.
“Que terminar, ni que nada. Los músicos, pisando piedras y troncos de árboles varados en el arenal pasaron a la otra banda del arroyo. El cieguito descalzo y con pantalones arremangados a media pierna, trastabillando del brazo de Jando caminaba y a como pudo, pasó al otro lado. Jando, enseguida preguntó: <Si van a pedir una pieza, pídanla. Será bueno llegar al barullo tocando.> ¿Cuál pedimos? – alguien preguntó, volteando a ver al resto de los muchachos y fue entonces que sorpresivamente, El cieguito respondió: <Hay que tocar “Mi suerte”.>
Que enigmático el título –comenté y sin mayor abundamiento continuó hablando.
“Alguien preguntó, ¿por qué esa? Por las que pasamos. Por lo del cochi jabalí -respondió El cieguito. Las muchachas, que la conocía, dijeron gritando: esa, esa Jando. En cuanto salimos del arenal del arroyo, ya en lo parejo del poblado empezó la banda a tocarla. Yo ya la había escuchado en “El embrujo” en las parrandas que se ponían los serreños, que llegan con algo y regresan con dinero.”
¿El embrujo?… pregunté. ¡Ah! sí, la cantina donde beben lo de adinerados.
“Ese chotis, es de los más reconocidos y solicitados por los parranderos de esta región, tanto de la sierra como de la costa –me explicó- Dicen que la hizo un músico por la suerte de encontrar un buey que buscó por varios días. Fue así como entramos al rancho. La gente que estaba en las coleadas, se unió al barullo de nosotros. Es que la música y las muchachas que lucían radiantes no escondían coquetería, muy a pesar de lucir sus blusas empapadas de sudor y media chorreada su cara por el polvo que levantaban bailando. Es que sin viejas, mi amigo, no tiene chiste nada en la vida. ¿No es así?”
Así es. En velorio o en una misa sin mujeres, no es lo mismo. En los bailes, ni se diga –le respondí y agregué- Oiga, por la forma en que habla, parece ser de por acá. Me respondió sonriendo.
“Es que se pega el hablar. Fíjese mi amigo, que al adentrarnos por el lado del arroyo, el rancho me causó buena impresión, muy a pesar que éste no fuera casco de antigua hacienda, como las hay en el centro del país. El trazo de las callecillas, el arbolado de los solares y rusticidad de los corrales, donde resguardan la becerrada y las zacateras sobre las enramadas, da una muestra de aldea típica, que no se ven por otras partes del país.”
Que ilustrativa su descripción –le dije.
“Según me informé, las coleadas son tradición de esta región, y que vienen desde finales del porfiriato. Había sido una diversión ideada por los capataces y vaqueros que manejaban ganado en extensos potreros de pastizales cerriles. Este espectáculo lo hacían los vaqueros hacia su entorno, para su diversión. Ellos eran simples peones al mando de mayordomos. Organizaban la ordeña en corrales de vacas paridas, parapetados para ese fin. En esos encierros de ganado bronco y bravío, se dio la primicia de este entretenimiento campirano. De ahí surgió el refinamiento del caballo vaquero y de jinetes lazadores. Las vacas y vaquillas, como los toros macizos y toretes son broncas y huidizas, que obligaba destreza a vaqueros de a caballo, para arriarlas a corrales, para amamantar sus crías. En el correteo y lazo en los llanos, breñales y por brechas de los vallados, sé dice nació la diversión de lazar, colear y tumbar. Después vendría la monta de vaquillas y toretes en corrales de ordeña o de herrar y marcar. La suerte de montar, por el riesgo de lastimaduras que implica y hasta muerte de jinetes, no se consolidó regionalmente. Es la coleada, la que ha quedado, convertida en algo tradicional, suerte vaquera sin reglas. En ellas hay expectación y reina el escarnio entre vaqueros, que a veces terminan revolcándose y azotándose unos con otros de los coleadores y asistentes.”
En sí, ¿en qué consiste la coleada? –le pregunté, en medio el jolgorio en la plazuela.
“La coleada empieza con meter en al toril a un torete o vaquilla, que al soltarla corre y corre, perseguida a toda carrera por un jinete hasta alcanzar, tomar la cola, hacer un nudo con ella y espolear y azotar el caballo para adelantarse, jalonearla hasta tumbar. La rapidez de la tumba, el estilo y destreza, es la medida de calificación y premio al jinete.
Que interesante, señor –le dije.
“En verdad interesante.”
Respondió y retomó el relato, que creí había terminado.
“Yo esperaba un rodeo en forma. Un lienzo. Y me llevé la grata sorpresa que todo era artesanal y autentico. La postería en línea era de madera regional conocida como palo colorado. Igual el corral, vallado con postes de brasil y enramada con canoas de álamo como bebederos para el encierro de vaquillas y toretes que serán correteadas. El toril y puerta también de madera rústica y rolliza. Las gradas eran tapancos de madera labrada y los barandales de madera rolliza, sobre horcones y vigas de madera. Desde ellos, la gente se divertía gritando, echando pullas, burlándose de los jinetes que no tumbaban o que se caían del caballo o con todo y caballo. Se escuchaban expresiones de: <Así se tumba, para que aprendan cabrones> <Lázalo, pendejo> Algunos, con la llegada de las muchachas, que se subieron a los tapancos, moderaron su expresiones. Con tanta gente sobre los tapancos, llegué a pensar que podría venirse abajo. Pero no, estaban bien apuntalados. La gente para esto, nada tonta. Hacen bien las cosas.”
Entonces, le sorprendió el ambiente –pregunté.
“Ese era un ambientazo. La banda que tocaba desde que llegamos, no dejaba de hacerlo. De las piezas que recuerdo están: “Como me gusta este rancho”, “La borrachita”, “Amor y Lagrimas”, “La pecosita” y otras, que no conozco. Pero todas bonitas y muy arregles y muy de parranda.
Me imagino el ambiente –le dije.
“Fue una tarde muy alegre. A la banda de Jando luego le cayeron clientes y la pusieron a la orden de las muchachas. Es que he sido testigo que los hombres de por acá no le pesa gastar en música y parranda, y tratándose de muchachas, son muy galanes y respetuosos. Recuerdo que el cliente dijo a Jando: “Jando, toque las que le pidan las muchachas, yo le pago. Y dirigiéndose a las muchachas les dijo: ahí la tienen bonitas, es suya, pidan las que quieran. Es de ustedes la banda. Pues al rato, imagine amigo, dos bandas tocando a la vez. Los que estaban montados, gritaban toquen “El gavilancillo” y se la tocaron. Otros que “La vaquilla colorada” y también se las tocaron. Era una bailadera de caballos. Y habían terminado el correteadero de vaquillas y toretes.
Oiga, de veras que se divirtió en esas coleadas –le dije.
“Pues por qué le digo. Tengo tan presente esa aventura loca. ¡Ah!, al terminar las coleadas, los músicos de las dos bandas se bajaron de los tapancos y fueron al taste, recubierto con arena, húmedo de meados y muñiga de caballos y de ganado que se zurraba espantado por el gentío y por los azotes que les daban al soltarlos del toril. Fue entonces que empezó el baile, que terminó muy de tardecita. Pero deje decirle. A la banda que estaba tocando cuando llegamos, el cliente les dijo: <Toquen completa esa pieza que tocaban cuando no tumbaban los vaqueros. Que no sé cómo se llama. ¿Cómo se llama? Gritó. Como no se escuchaba bien por el ruido, el jefe de la banda se acercó y le gritó de frente: se llama “El vaquero no ha tumbado”. Pues tóquenla, porque yo si tumbo, le dijo, albureando y soltando una risotada. Fue entonces que la tocaron y como no la conocían los músicos de Jando, tuvieron que ponerle cuidado cuando la tocaba la otra banda y fue así como se la aprendieron. Al principio la tocaron muy atrabancados, pero cuando la volvieron a tocar, se les emparejó la otra banda y la tocaron juntas. La tocaron dos veces y un vaquero con chaparreras y espuelas, le gritó, que no saben otra, como chingan con esa pieza. Entonces el cliente que la pedía y quien la pagaba, le respondió y le gritó con muchos huevos, como dicen aquí, y pa’ que la oigas y te la aprendas, va de nuevo, ¿cómo la vez? Se le quedó mirándolo de muy mal modo y fue entonces que el gritón, nada dejado, se abalanzó para darse de golpes, pero la gente los separó oportunamente, pués otro vaquero se aprestaba darle de reatazos por la espalda. Es que la gente andaba briaga, por tomar vino y cerveza. El problema no pasó de ahí. Luego se dieron la mano. <Cuál quieres. La quieras, nos pídela>, le dijo el que pagaba la música. La que pidió fue “Mi gusto es”. La tocaron las dos bandas juntas. Que bonito de oyeron los trombones, cuando se empezaron la pieza.
Al volverla a tocarse “El vaquero no ha tumbado”, las cinco muchachas, que moviéndose al ritmo de la pieza, no faltaron bailadores que se les emparejaron y ahí nació, creo, la forma de bailar ese huapango. Que debo decirle, la forma del ritmo guarda mucha diferencia con los huapangos de otras regiones del país que conozco.”
En medio del ruido de la música que venía del quisco le pregunté ¿Qué más? –por el ruido creo que no me escuchó y como tardaba en responder, por lo que le repetí la pregunta y sin responderme me dijo.
“Espere. No crea, sí le escuché. Qué casualidad, están tocando aquella pieza –me respondió eufórico- Pues le diré, siendo hora de regresar, salimos a la terracería y nos encaminamos para regresar. Las muchachas montadas en ancas de caballo, al anochecer llegaron aquí a Mocorito. Los de a pie, llegamos un poco más tarde.”
¿Y los músicos de Jando? –le pregunté.
“Los músicos de Jando y los otros se quedaron. Dicen que amanecieron tocando en la Boca del Arroyo. Les fue bien, los jaló un cliente larguero, de esos que sacan el sol con la música.”
Fin.