Víctor Javier Pérez Montes
Desde el cielo una hermosa mañana
La Guadalupana bajó al Tepeyac…
La Guadalupana, cántico religioso popular
-¡Córrele López!, ¡Éstos están bien locos!, ¡Y no entienden razones!
Sólo se podía escuchar la respiración agitada, la visión se había centrado en un plano frontal, en el que sólo se percibía el humo que salía de la boca y las fosas nasales. El frío de la madrugada hacía gala de un entumecimiento en las piernas de ambos misioneros, que por más que se esforzaban, sentían que no podían avanzar y escapar de la turba enfurecida.
-¡Delgado!, ¡No puedo respirar!, ¡No me dejes!, al momento que era víctima de un obseso terrible y asfixiante de tos, provocado por su condición de asmático que llevaba toda su vida, 19 años para ser exactos. Cuando de pronto, el Elder López, era jalado de manera tempestuosa, por su compañero el Elder Delgado, en un esfuerzo por no ser alcanzado.
-¿Dónde está el maldito inhalador?, ¿Dónde fregados lo metiste? Cuando terminaba de preguntar el Elder Delgado a su compañero, una piedra se estrellaba sobre su frente, de inmediato la sangre brotaba a chorros y caía inconsciente, por el fuerte impacto de la pedrada recibida en la sien derecha.
De pronto, una sombra de terror se apoderó del Elder López, y sin mayores fuerzas, pero, con una cara de espanto hacía movimientos con sus brazos, con actitud de súplica ante tales circunstancias, pero la muchedumbre no entendía y menos le importaba. La turba enardecida, solo quería vengar la afrenta recibida, al tiempo que le propinaban golpes con palos y piedras, puntapiés e insultos entre gritos maldicientes.
-¡Con qué odias a la virgencita cabrón!, ¡Pos ora te vamos a enseñar a que la ames, hijo de la chingada!, ¡Hereje!, ¡Pinche hijo de Satanás!, ¿Por qué la odias?, ¡Si es tu madre, desgraciado cabrón!
Siete horas antes…
-¡Oye Delgado! Entonces mañana, ¿A qué horas tenemos que levantarnos para ir a tomar el camión a Tantoyuca?
-¡Pos yo creo que a las tres de la madrugada!, ¡Nomás hay que llegar temprano, para descansar! Mañana será un día pesado. Vamos a tener que cruzar todo el pueblo, para llegar hasta la parada de los camiones en la pura entrada de Huextengo.
Mientras estos dos misioneros iban camino a su departamento, iban planeando la forma más eficaz de aprovechar su tiempo y las actividades que realizarían como parte de su propia rutina. De pronto Elder Delgado entre broma y advertencia le decía a su compañero Elder López:
-¡López! , vale más que arregles tus cosas, no te vaya a pasar como la vez pasada, que se te olvidó tu inhalador, y andes con tu tos de perro y no puedas ni chambear, ¡eh!
-¡No! ¿Qué pasó Delgado?, ya aprendí la lección, se siente horrible no poder respirar y más con este clima que cala los huesos y más en la madrugada.
En efecto, esos dos misioneros llegaban a su departamento a las 09:00 pm, y como rutina exacta, al momento de entrar al departamento, se arrodillaban, oraban, terminaban su oración, uno de ellos empezaba a preparar la cena, el otro se metía a la regadera, terminaba de bañarse, salía de la regadera y el otro se metía a bañar.
A las 09:30 pm, empezaban a cenar, al terminar de cenar a las 09:45 pm iniciaban su actividad de planeamiento del día siguiente. A las 10:00 pm, cada uno hacía su oración personal y con las luces ya apagadas dormían. Solo el viejo poste de iluminación pública, reflejaba su tenue luz sobre la ventana del departamento de estos dos jóvenes misioneros.
Era exactamente las 03:00 de la madrugada, el despertador de manera intempestiva cortaba de manera cruel el descanso de ambos jóvenes, que en el frío de la madrugada iniciaban su ritual de preparación para salir a la calle. Calentar un poco de agua para lavar sus caras y sus respectivas axilas, aplicarse el desodorante, afeitarse, poner un poco de loción y peinarse.
Ponerse los pantalones y la icónica camisa blanca y la corbata de color sobrio, eran la culminación de la rutina, que entre despiertos y medio dormidos realizaban día con día. Salían por fin del departamento a las 3:28, previo a ello, se arrodillaban en la puerta y ambos ofrecían una oración de gratitud y protección.
Ambos misioneros salían de su departamento, con paso firme y veloz. El frío intenso de la madrugada avivaba los sentidos. No había mucho que hablar. Las mandíbulas empezaban a estar un poco adoloridas, el viento frío que golpeaba las mejillas de manera contundente, dejaba en ambos jóvenes un pequeño tic de temblor en la boca. En esos primeros minutos de caminata, sólo había un deseo de permanecer acostados en sus propias camas.
De pronto, el Elder Delgado, le hace una pregunta a su compañero Elder López: ¡Oye López!, ¿Nos vamos por el puente o por el lado del Viejo Barrio?, Elder López sin pensarlo le contestó: ¡Por el puente Delgado! Nos vamos a ahorrar como 20 minutos de caminata!
Aquella pareja de misioneros tomaron la decisión de irse por el camino del puente. No era nada extraño que durante todo el mes de diciembre, todo el pueblo tuviera música con banda y ruido de cohetes. La peregrinación de la Virgen de Todos los Santos era un ritual que se mezclaba con las obligaciones de tipo comunal que tenían los pobladores del lugar y de los pueblos de alrededor del mismo.
Dos días antes, hubo un incidente grave, entre un grupo de católicos y un grupo de evangelistas. El motivo fue – y como siempre había sido- un desacuerdo de tierras, y como si fuera poco, la cuestión religiosa era un ingrediente más que abonaba a viejas rencillas, que iban desde insultos hasta machetazos. Aquella ocasión habían resultado 7 muertos y 13 heridos.
Era algo muy común, que las diferentes comunidades alrededor del antiguo pueblo de Huextengo, se tuvieran dificultades durante todo el año, pero, iniciando el mes de diciembre, esta situación se volvía aún más caótica. Intolerante era el adjetivo que más se apegaba a la realidad existente en aquellas comunidades, especialmente en ese mes.
Esos días eran algo muy raro. El ambiente era tenso. Aquellas procesiones eran literalmente unas bombas de tiempo, que con la más mínima provocación, la violencia estallaba de inmediato, sacando a relucir los más profundos resentimientos de esa gente hacia quienes pensaban de manera diferente. Por lo que se convertían en los enemigos jurados, y había que castigarlos o exterminarlos.
De pronto, el Elder López le preguntaba al Elder Delgado: ¡Oye Delgado!, ¿Por qué habría tanto alboroto para el lado del Barrio Antiguo hace 2 días? Elder Delgado solo contestaría con una cara de ignorancia, y sin dar mucha importancia, casi rayando en la indiferencia, le respondería: ¡Sabe! ¡Aquí la Gente es muy rara!, reacciona muy diferente de cómo estamos acostumbrados.
Ambos misioneros eran oriundos del estado de Chihuahua. Elder López era de Delicias y Elder Delgado de Ciudad Juárez. Las diferencias de orden cultural y religioso, de sus lugares de origen en comparación con al lugar en que estaban asignados, -como lo era éste estado del centro del país-, tanto para vivir como predicar otro tipo de cristianismo, -diferente al catolicismo-, literalmente hacía de aquella experiencia todo un reto de vida.
Aquellos dos jóvenes misioneros, empezaron a cruzar el camino del puente viejo, a medida que avanzaban se podía sentir que algo muy raro podría pasar. A unos 20 metros se podía ver la muchedumbre de la procesión, entre músicos y demás acarreados. Muchos de éstos estaban evidentemente alcoholizados y desvelados. Aquello era una bomba de tiempo.
De pronto, y sin motivo aparente, algunas personas de la procesión empezaron a murmurar:
–¡Ésos no quieren a la madre de Dios!, ¡Ésos son los que mataron a los de San Vicente!, ¡Ellos son los que nos quieren quitar nuestra religión!”. De pronto, uno de ellos empezó a gritar: ¡Mátenlos a pedradas!, ¡Nos quieren robar a nuestra Madre!
Como si esto hubiera sido esperado por toda la muchedumbre, de inmediato, todos los hombres y las mujeres, empezaron a agarrar piedras y palos, y como una cascada de pedernal, empezaron a lanzarla sobre los jóvenes misioneros. Inmediatamente, éstos empezaron a correr, impregnados de horror en sus rostros, sin tener una idea exacta de lo que había ocurrido.
En un intento desesperado, uno de los misioneros gritó, tratando de razonar con la enardecida turba: ¡Amigos!, ¡Nosotros les respetamos sus creencias!, ¡No queremos ofenderlos! En esos momentos críticos, y con una tensión infernal, Elder Delgado le gritó al Elder López:
-¡Córrele López!, ¡Éstos están bien locos!, ¡Y no entienden razones!
Sólo se podía escuchar la respiración agitada, la visión se había centrado en un plano frontal, en el que sólo se percibía el humo que salía de la boca y las fosas nasales. El frío de la madrugada hacía gala de un entumecimiento en las piernas de ambos misioneros, que por más que se esforzaban, sentían que no podían avanzar y escapar de la turba enfurecida.
-¡Delgado!, ¡No puedo respirar!, ¡No me dejes!, al momento que era víctima de un obseso terrible y asfixiante de tos, provocado por su condición de asmático que llevaba toda su vida, 19 años para ser exactos. Cuando de pronto, el Elder López, era jalado de manera tempestuosa, por su compañero el Elder Delgado, en un esfuerzo por no ser alcanzado.
-¿Dónde está el maldito inhalador?, ¿Dónde fregados lo metiste? Cuando terminaba de preguntar el Elder Delgado a su compañero, una piedra se estrellaba sobre su frente, de inmediato la sangre brotaba a chorros y caía inconsciente, por el fuerte impacto de la pedrada recibida en la sien derecha.
De pronto, una sombra de terror se apoderó del Elder López, y sin mayores fuerzas, pero, con una cara de espanto hacía movimientos con sus brazos, con actitud de súplica ante tales circunstancias, pero la muchedumbre no entendía y menos le importaba. La turba enardecida, solo quería vengar la afrenta recibida, al tiempo que le propinaban golpes con palos y piedras, puntapiés e insultos entre gritos maldicientes.
-¡Con qué odias a la virgencita cabrón!, ¡Pos ora te vamos a enseñar a que la ames, hijo de la chingada!, ¡Hereje!, ¡Pinche hijo de Satanás!, ¿Por qué la odias?, ¡Si es tu madre, desgraciado cabrón!
La muchedumbre enloquecida los hicieron sus presas. Los golpes, las patadas, los escupitajos, insultos y gritos, ahogaban los intentos de súplicas de sus víctimas. De pronto, uno de los hombres sacó una cuerda y empezó a atarlos de las manos y de los tobillos, otro empezaba de manera espontánea a quemar unas tablas y cartones, iniciando una hoguera.
Unas mujeres empezaron a gritar al unísono: ¡Quemen a esos cabrones infieles!, ¡Quémenlos!, ¡Quémenlos!, ¡Quémenlos! De repente, toda la muchedumbre inició a coro en repetición contundente y siniestra: ¡Quémenlos!, ¡Quémenlos!, ¡Quémenlos!
A la distancia se empezó a escuchar un sonido de sirenas: ¡Ahí viene la policía!, de inmediato la turba desapareció, en cuestión de segundos. La Policía nunca llegó, era el sonido de una ambulancia, que había cruzado a unas cuadras del puente.
Los cuerpos de ambos misioneros estaban en el piso húmedo y frío. Los rayos matutinos del alba mostrarían las diferentes heridas producidas por los violentos golpes de apenas unas horas previas. El reloj marcaría las 06:46 de la mañana, cuando uno de los vecinos del lugar, llamaría a la Cruz roja.
A los 15 minutos aproximadamente, una de las ambulancias llegaría a levantar los cuerpos de ambos jóvenes, cuya humanidad violentada era totalmente irreconocible. En la clínica local serían estabilizados, pero ambos jóvenes serían trasladados inmediatamente a la capital del estado.
Nadie hablaba del incidente. Increíblemente, la apatía mezclada con el fanatismo, eran otra vez los ingredientes de tales sucesos. Era como si hubiera sido un mal sueño, algo tan real, pero a la vez inimaginable, que lo mejor era olvidar.
Esa misma mañana, en la misa de las 8:00 am, el sacerdote en la antigua parroquia colonial del lugar, cuya permanencia marcaba el antiguo centro del pueblo de Huextengo, oficiaba la misa y en su sermón matutino decía las siguientes palabras:
-Sé que algunos de ustedes son buenos cristianos. Sé que darían la vida por nuestra Santa Madre Iglesia, ¡Hijitos míos!, ¡Éstos son tiempos peligrosos!, y el Diablo y sus servidores, anda entre nosotros para destruir nuestras sagradas creencias, y quieren violar y desacralizar a nuestra Madre eterna, ¡Nuestra Señora de todos los Santos!
-Yo los absuelvo ¡No del pecado!, porque no hicieron ningún pecado al castigar a esos servidores del Diablo, sino de la imprudencia de haber corregido un poco violento a esos hijos de Mahoma, del Infierno, que enseñan en contra de nuestra Santa Madre Iglesia.
Y el sacerdote continuaba con su sermón:
-¡Ellos labraron su castigo, y su castigo es real!, ¡Defendamos a nuestra Madre Iglesia!, ¡Defendamos a nuestra Madre de todos los Santos!, ¡Defendamos a Dios Nuestro Señor!, ahora hijitos míos…Recemos por esas dos almas descarriadas, esclavos del Diablo y sus lujuriosas pasiones.
Al tiempo de terminar su sermón, un silencio apenas disfrazado por el rezo comunitario del “Padre nuestro”, inundaba aquella parroquia con un sentimiento de complicidad impune. Entre el humo de los cirios y la penumbra que apenas dejaba vislumbrar la figura encorvada del sacerdote, que al tiempo de perdía entre las sombras del atrio de la Iglesia, y que jamás se investigó sobre el penoso asunto.